El día en que murieron los inmortales
de las rocas quebradas salieron clínicas
altas y blancas, y un poeta lloró;
otro rió, y se hizo santo,
y un tercero escarbó en su carne, buscando amor.
El abuelo de mi madre zarpó hacia el fin del mundo
antes de que el atardecer quemara sus montañas.
Pero todo fue inúl.
Aplastado por el eco hasta alcanzar el horizonte,
desgarrado por su brazo entre el cetro y las cadenas,
estirado por la razón hasta el absurdo patente,
el Hombre despertó bañado en gritos.
Así fue ese día cataclísmico.
Pero no todos los inmortales murieron de inmediato:
también dios era inmortal, y recién esta tarde,
frente a mí, agoniza. Lo cierto
es que ese día duró siglos
y aún comemos de los cuerpos que se pudren
bajo nuestros sombreros.
Esta vez hijos del número,
nacerán de los gritos del polvo asustado,
fluirán de las espaldas encorvadas y duras,
creciendo con el rumor de las olas agitadas.
Con fanfarrias de langostas, o acordes de ballenas,
vendrán para quedarse otra breve eternidad.
Vendrán desgarrados, como amebas, odiándose,
deseándonos y llamándonos sin tregua.
Volverán para borrar nuestras pieles y paredes,
y descansaremos sonriendo a sus pies.