Inmortales

I

Cuando el mundo giró de verdad y llegó el primer día,
la tarde nos encontró arrodillados ante nuestras sombras
que crecieron al caer el sol.
Era otro tiempo, y otro nombre para la muerte,
y los agradecimos a los inmortales,
y besamos sus manos hasta que nuestra boca se secó.

II.

El día en que murieron los inmortales
botamos las agendas de los siglos venideros
y corrimos a escondernos apretados en las calles.
Mientras se cerraban los ojos luminosos
y las esferas dejaban de sonar
y los fantasmas se encerraban en papel,
nosotros, poderosos y abatidos, con cuidado
lavamos con lágrimas las puertas del suicidio;
la culpa se esparció por las ciudades
y la sangre de los años corrió por los campos,
      por los espejos, hasta el mar.

El día en que murieron los inmortales
de las rocas quebradas salieron clínicas
altas y blancas, y un poeta lloró;
otro rió, y se hizo santo,
y un tercero escarbó en su carne, buscando amor.
El abuelo de mi madre zarpó hacia el fin del mundo
antes de que el atardecer quemara sus montañas.

Pero todo fue inúl.
Aplastado por el eco hasta alcanzar el horizonte,
desgarrado por su brazo entre el cetro y las cadenas,
estirado por la razón hasta el absurdo patente,
el Hombre despertó bañado en gritos.

Así fue ese día cataclísmico.
Pero no todos los inmortales murieron de inmediato:
también dios era inmortal, y recién esta tarde,
frente a mí, agoniza. Lo cierto
es que ese día duró siglos
y aún comemos de los cuerpos que se pudren
bajo nuestros sombreros.

III.

Rumiantes esperamos ahora la palabra del reloj,
mientras caminamos por nuestras calles de cristal;
abajo los meses, las fronteras, acertijos que se chocan.
En vano juramos por nombres muertos,
en vano sonreímos respirando en el vacío,
inútil es nuestra luz, ridícula en su orgullo:
aunque la vida deba brotar del papel y las horas,
aunque debamos expulsar las larvas en un vómito escéptico,
aunque deba arder la arena, los inmortales volverán.

Esta vez hijos del número,
nacerán de los gritos del polvo asustado,
fluirán de las espaldas encorvadas y duras,
creciendo con el rumor de las olas agitadas.

Con fanfarrias de langostas, o acordes de ballenas,
vendrán para quedarse otra breve eternidad.
Vendrán desgarrados, como amebas, odiándose,
deseándonos y llamándonos sin tregua.
Volverán para borrar nuestras pieles y paredes,
y descansaremos sonriendo a sus pies.
 


Retrocede     Página principal