Este texto lo tomé de una recopilación de ensayos históricos, "The World of History", publicada en 1954, pero pertenece originalmente a "Gentes, Lugares y Libros" de Gilbert Highet, publicado un año antes. No se trata de Bizancio, sino más bien de cómo sentimos Bizancio, desde el lugar en que nosotros mismos nos encontramos en la historia. El título, como se indica al final del artículo, deriva de un poema de W.B. Yeats; el texto completo del poema está en la sección de poesía. En la recopilación donde lo encontré, el ensayo está presentado por el siguiente párrafo:

 

En este meditativo ensayo sobre Bizancio, Gilbert Highet abre a todo lo ancho las puertas del mundo de la historia, donde los pueblos le hablan a los pueblos a través de los siglos, donde lo remoto puede ser tan instructivo como lo inmediato, donde el tiempo es menos importante que los logros. De acuerdo a Highet, los bizantinos tienen mucho que enseñarnos sobre "el misterio, la dificultad, y lo precioso de la alta civilización".

 

Navegando hacia Bizancio

Gilbert Highet

La historia es una experiencia extraña. Actualmente el mundo es bastante pequeño, pero la historia es vasta y profunda. A veces puedes ir mucho más lejos sentándote en tu propio hogar y leyendo un libro de historia, que tomando un barco o un avión y viajando miles de kilómetros. Cuando te mueves hasta Ciudad de México a través del espacio, te encuentras con que es una mezcla entre el Madrid moderno y el Chicago moderno, con algunos agregados propios; pero si te mueves hasta Ciudad de México a través de la historia, tan sólo 500 años atrás, descubrirás que es tan distante como si estuviera en otro planeta: habitada por bárbaros cultos, sensibles y crueles, altamente organizados y aún en la Edad de Cobre, una colección de contrastes sorprendentes e increíbles.

Existe uno de esos mundos, un planeta históricamente distante, que muy pocos de nosotros han visitado. Es Bizancio. La ciudad que se llamó Bizancio se llama ahora Constantinopla, o más bien Estambul, en la Turquía moderna. Pero la civilización llamada bizantina fue el Imperio Romano: era la sección oriental del Imperio Romano, su área más antigua y culturalmente más rica, la parte griega del mundo greco-romano. Desde otro punto de vista, igualmente importante, Bizancio fue el Imperio Romano refundado como un imperio cristiano. ¿Y sabías que sobrevivió hasta hace apenas 500 años, hasta 1453 –casi 1000 años después de que el Imperio Romano occidental se había hecho astillas? Aún existía, y aún se llamaba a sí mismo Imperio Romano, cuando Cristóbal Colón nació –aunque cayó (como por obra de alguna secreta lógica de la historia) justo antes de que América fuese descubierta. Históricamente está más cerca nuestro que el México medieval; pero lo sentimos muy lejano.

Lo único que la mayoría de nosotros sabe es que era hermoso. Su centro era uno de los edificios más bellos del mundo, digno de equipararse con el Taj Mahal o Notre Dame: la Iglesia Catedral de la Santa Sabiduría, Santa Sofía, con su cúpula enorme, aireada. Algunos de nosotros conocen también las extrañas e inolvidables pinturas y mosaicos de Bizancio: cuando entras hoy en día a una iglesia eslava o griega, o miras un ícono, lo que ves es arte bizantino: esas figuras altas y pensativas, de grandes ojos sombríos. Los conocedores saben también que mucho del arte bizantino se difundió por el resto de Europa y el Medio Oriente. Es el caso de San Marcos en Venecia, la catedral de San Basilio en Moscú, el legendario palacio de Harun ar-Raschid en Bagdad –todos son bizantinos. De hecho, se cuenta que fue la belleza de Bizancio la que convirtió a los rusos al cristianismo. Hasta el siglo X habían sido paganos, adoradores de ídolos, pero algunos de sus líderes habían sido bautizados, y el monarca Vladimir empezó a pensar cuál de las grandes religiones debían adoptar. Pensó en el judaísmo, pero dijo, "No, los judíos están disgregados y sin poder". Pensó en el mahometanismo; pero esa es una religión abstinente, y dijo, "Beber es un placer para los rusos, no podemos vivir sin beber". Entonces envió embajadores a Bizancio. Los llevaron a presenciar el servicio cristiano en Santa Sofía. Al volver, dijeron "No sabíamos si estábamos en el cielo o en la tierra; porque en ningún otro lugar de la tierra hay tanto esplendor. Sabemos que allí Dios vive entre los hombres." Y así los rusos se convirtieron en cristianos a través de Bizancio, y hasta el día de hoy su alfabeto es el griego, y mucho de su arte, su religión, e incluso su forma de vida, es bizantino.

Sabemos, también, que fue una civilización complicada y difícil. Si hemos leído a Gibbon, recordaremos con que desprecio descarta a los bizantinos como una sucesión de sacerdotes y cortesanos, y como se resiste a prestarle atención a sus fervientes discusiones sobre un Dios en el cual él apenas creía, y a sus luchas contra una barbarie que él creía completamente eliminada para el siglo XVIII. Y si hemos echado un vistazo a las historias modernas de Bizancio, nos habrán aturdido las complejas y dolorosas disputas dinásticas, y las discusiones impenetrablemente difíciles y febrilmente excitadas sobre lo que a primera vista parecen ser diminutos problemas religiosos.

Y el idioma de Bizancio es griego –y no un griego completamente clásico, sino uno propio. Se hacen pocas traducciones de las obras de griego bizantino, y pocos especialistas las estudian; si no fuera por el grupo de Dumbarton Oak en Washington, difícilmente habría estudios bizantinos en alguna parte del continente americano. Incluso sin considerar el problema del idioma, la literatura es sumamente difícil: historias largas y altamente elaboradas, tratados teológicos cuidadosamente construidos, poemas rígidos y formales, junto a salvajes romances populares y poesía épica escrita con una fantástica mezcla de culturas y lenguajes.

¿Será que Bizancio nos resulta demasiado difícil? Puede que haya una buena razón para esto. Recordemos a Spengler, que decía que todas las culturas importantes pasan por el mismo patrón de juventud, madurez y decadencia, aunque en distintos períodos de la historia. Por ello, el pueblo de una cultura puede perfectamente simpatizar con el pueblo de otra, aunque estén separados por muchos siglos, siempre que estén ambos en un mismo estado de desarrollo. Por ejemplo, él llamó a Mahoma un "contemporáneo" de Cromwell. Ahora, si esto es cierto, ¿qué es lo que sigue? Sigue que la gente no puede entender adecuadamente una etapa de la historia que es posterior en desarrollo a aquella en la que ellos están –aún cuando haya ocurrido mucho tiempo antes. Mahoma podría haber entendido perfectamente a Cromwell, aunque éste vivió 1000 años después que él; sin embargo, no habría podido entender a Disraeli, o incluso a Napoleón, pues vivieron en una etapa posterior de civilización. (Podemos ver esto en nuestra vida diaria: sabemos lo difícil que es para un joven de veinte entender a un hombre de cincuenta –mucho más difícil que lo que es para el hombre de cincuenta entender al joven.) Pues bien, suponiendo que todo esto sea razonable y cierto, resulta que estamos muy lejos de alcanzar en el desarrollo de nuestra cultura el nivel de desarrollo correspondiente a Bizancio, y por lo tanto no podemos entender Bizancio por completo –de la misma manera que no podemos prever y entender el mundo que nuestros tataranietos habitarán.

Esto puede ser cierto, pues Bizancio tiene un aire adulto, incluso senil, que nosotros no tenemos. Cuando miramos los retratos de hombres o de personajes santos o divinos que han sobrevivido a Bizancio, y vemos sus grandes ojos pensativos, y los rostros largos y poderosos en los que la fuerza y la capacidad de sufrir se entrelazan de manera curiosa, nos damos cuenta de que esta gente fue sabia con una sabiduría que nosotros aún no poseemos; que sabían más sobre los problemas del mundo, incluso lo suficiente como para entender que algunos de esos problemas no tienen solución. La dificultad para entenderlos es como la que tienen los jóvenes para entender a sus mayores. Nosotros aún somos jóvenes. Ellos son maduros, y están envejeciendo.

Tal vez es por eso que se ha escrito tan poco sobre Bizancio. Casi no hay novelas u obras dramáticas ambientadas allí: algunos fracasos, por cierto, pero pocos éxitos. Sin detenerme mucho, sólo logro recordar el Count Robert of Paris de Sir Walter Scott, y Basilissa y Conquer de John Masefield. Los dos de Masefield tratan del reino de Justiniano, pero están supuestamente escritos por un seco oficial que tiene poca simpatía por las fuertes pasiones que cruzaban en imperio. Son informativos, pero son como reproducciones en blanco y negro de una pintura compleja. La novela de Scott nos lleva a Constantinopla en el tiempo de la Primera Cruzada. Aunque está llena de buenas ideas, no están desarrolladas: Scott estaba cansado cuando la escribió. Recuerdo un capítulo en el que el Conde Robert se aloja en el suntuoso palacio de los emperadores. Despierta tarde, pues en su vino de la noche de anterior habían vertido drogas. Al despertar, lo primero que ve y oye en la oscuridad de su habitación es un tigre, con ojos ardientes y gruñidos hambrientos: había sido encadenado de tal forma que el conde cayera en sus garras al moverse, o bien se volviera loco en el esfuerzo por evitarlo. En sus mejores días, Scott habría transformado la media hora siguiente en un espléndido combate. Pero aquí el Conde Robert simplemente le arroja una silla al tigre, y fractura su cráneo, "que, a decir verdad, no era de los mayores"; luego escapa, con la ayuda de un ciego prisionero en la celda contigua, que por años a estado aserrando el camino de su huída, y de un orangután amaestrado que oficia de guardián asistente. Es una lástima que Count Robert no fuese escrita cuando Scott tenía más energía: pudo haber sido tan buena como Ivanhoe.

Aún así, existen algunas buenas obras de no-ficción sobre Bizancio. (Y aquí, en Washington, tenemos uno de los pocos grandes centros de estudios bizantinos: la biblioteca y la colección de investigación de Dumberton Oaks en la Universidad de Harvard, que publica una cierta cantidad de estudios cada par de meses, y se ha establecido como una fuente vital de ideas nuevas en el tema.) El libro estándar es Bizancio: Una introducción a la civilización romana oriental, editado por Norman Baynes y H.St.L.B. Moss. El profesor Baynes (de la Universidad de Londres) es sin duda el máximo erudito en el tema en el mundo angloparlante, y para crear esta introducción ha reunido un grupo de ensayos de una docena de especialistas, y agregado algunas excelentes ilustraciones y una copiosa bibliografía. Se puede apreciar arte bizantino en una nueva y hermosa colección de reproducciones de mosaicos en Italia: Mosaicos bizantinos, editado por Peter Meyer. Hace poco se publicó en este país la mejor historia del Imperio Bizantino, escrita por A. A. Vasiliev. (Originalmente fue planeada en Rusia antes de la Revolución; y luego –así son las pruebas y tormentos de la erudición– pasó por ediciones en francés, español y turco antes de llegar a su forma inglesa actual.) Es un libro profundamente erudito con una estupenda bibliografía; puede que sea demasiado elaborado para el lector ordinario, pero se convertirá en una obra estándar.

Es más probable que principiantes como yo se interesen por estudios apreciativos, entusiastas, sobre esta gente rara e incomprensible. Encontré por primera vez semejante entusiasmo en The Byzantine Achievement, de Robert Byron, un libro muy juvenil publicado en Londres en 1929. Ligado con sabiduría, aparece también en uno de los más maravillosos libros de viajes –no, no libros de viajes– uno de los más maravillosos libros de apreciación, de viajes y de historia, y de caracteres humanos y sicología nacional, y arte y religión, uno de los mejores libros escritos en nuestra época sobre uno de los temas aparentemente menos prometedores, Black Lamb and Grey Falcon, de Rebecca West.

Describe sólo una pequeña parte del Imperio Bizantino, en su forma actual: la parte eslava de la península de los Balcanes. Penetra con ejemplar simpatía y sensibilidad en las almas de esos extraños países, Serbia, Montenegro, Macedonia, Bosnia, los países donde los problemas crecen como la hierba. Belleza y enfermedad, pobreza y coraje, ignorancia y heroísmo, mentes estrechas y espíritus amplios y épicos, éstos y muchos otros contrastes evoca Miss West en su hermoso y elocuente libro. (Está escrito con amor –como los poemas de Browning sobre Italia; o como una mezcla de los libros de Hemingway sobre el coraje español, y los de Sitwell sobre el arte de España.) Miss West tiene un estilo soberbio. Consideremos una o dos frases, que pocos otros pudieron haber compuesto:
Estas hermosas campesinas se comportan como si cada una de ellas llevase una pesada corona invisible, que representara, pienso, una interminable carga de responsabilidad y fatiga.
Y esto:
Si durante el próximo millón de generaciones hubiese al menos un ser humano en cada generación que no cesase de inquirir sobre la naturaleza de su destino, aunque éste le desnude y maltrate, algún día podríamos leer los misterios del universo.
Y esta, su razón para escribir el libro:
Si una mujer romana, algunos años antes del saqueo de Roma, se hubiese dado cuenta de por qué ésta iba a ser saqueada, y de los motivos que inspiraban a los bárbaros y a los romanos, y hubiese escrito todo lo que sabía y sentía al respecto, ese registro habría sido valioso para los historiadores. Mi situación [en 1939–1940], aunque probablemente no sea tan fatal, es igualmente interesante.

Esa es nuestra situación en el momento presente, y fue la situación del Imperio Bizantino. Puede que no seamos invadidos y saqueados, pero también puede que si lo seamos; ya hemos sufrido algunos intentos, y puede que haya otros. Cuando tengan lugar, y los resistamos y derrotemos, podremos descubrir algo más del misterio, de la dificultad, de lo precioso que hay en la alta civilización; y entonces entenderemos algo más de lo que fue Bizancio. Bizancio no sólo está en el pasado. Para nosotros es un posible mundo del futuro. Eso es parte de su poder y de su lejanía. En 1928, W.B. Yeats publicó un libro de poemas sobre su propia vejez, llamado The Tower ("La torre"). Su primer poema, "Sailing to Byzantium", distingue la vida temporal y animal de juventud y pasión, que Yeats se veía abandonando, de la vida majestuosa y permanente del pensamiento y el arte. Se ve a sí mismo como un santo cristiano, como uno de aquellos

sabios que están en el fuego sagrado de Dios
como en el dorado mosaico de un muro...

o como un ruiseñor creado por orfebres griegos
de oro repujado y esmalte dorado
para mantener despierto a un somnoliento emperador;
o para cantar sobre una rama dorada
a los señores y las damas de Bizancio
sobre lo pasado, lo presente y lo por venir.

Ese es el mundo de arte, de pensamiento y de historia que habitamos cuando contemplamos los ojos sombríos de los santos bizantinos, o cuanto miramos las suntuosas construcciones de Bizancio. Nuestras propias construcciones parecen machines à vivre, hechas para el presente. Las de ellos parecen ser casas de ceremonia y oración, creadas para darle a la mente la amplitud para contemplar

lo pasado, lo presente, y lo por venir.


 
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