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CAPITULO XVII
    
LA MUJER, ENCARNACIÓN DE LA NECEDAD

Sin embargo, como quiera que el varón estuviese destinado a gobernar las cosas de la vida, era preciso que tuviese algo más de ese adarme de razón que en él se infundió, y teniendo Júpiter que consultar el caso, heme aquí, como otras muchas veces, llamada a consejo. En verdad que pronto di uno digno de mí, a saber: que se diera una mujer al hombre. Es la mujer un animal inepto y necio; pero, por lo demás, complaciente y gracioso. De modo que su compañía en el hogar suaviza y endulza con su necedad la melancolía y aspereza de la índole varonil. Y así Platón, al vacilar entre incluir a la mujer en la categoría de los animales racionales o en la de los irracionales, no se propuso más que señalarnos la insigne necedad de este sexo.

Si, por ventura, alguna mujer quisiera sentar plaza de sabia, no conseguiría sino ser dos veces necia; es como si, a despecho de Minerva, se enviara un buey al gimnasio; porque todo aquel que contra su naturaleza toma las apariencias de la virtud, torciendo su innata inclinación, no logra sino que el vicio aparezca más de bulto. Del mismo modo que, como dice un proverbio griego, ``aunque la mona se vista de seda, mona se queda'', así la mujer será siempre mujer; es decir, necia, disfrácese como se disfrace.

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A pesar de ello, no creo que las mujeres sean tan tontas que vayan a enfadarse conmigo por el mero hecho de que una mujer, es más, la misma Necedad en persona, les reproche su necedad, porque si bien lo miran, es a la Necedad a quien deben el ser por múltiples razones mucho más dichosas que los hombres.

Tienen, en primer lugar, el privilegio de la hermosura, que con razón anteponen a todas las cosas, y por cuya virtud ejercen tiranía aun sobre los mismos tiranos. ¿De dónde creéis que procede la disposición desaliñada del varón, su piel velluda y su espesa barba, que le dan aspecto de vejez, aun siendo joven, sino del hábito de la cordura, mientras que en la mujer siempre advertimos sus mejillas imberbes, su voz siempre fina y su cutis delicado, como si fuese la imagen de una perpetua juventud?

En segundo término, ¿qué otra cosa ambicionan más las mujeres en la vida que agradar mucho a los hombres? ¿No tienden a este fin sus adornos, sus tintes, sus baños, sus peinados, sus afeites, sus perfumes y cuantos artificios emplean para componerse, pintarse y fingir el rostro, los ojos y el cutis? Por consiguiente, ¿hay algo que las haga más recomendables a los hombres que la necedad? ¿Hay algo que éstos no les permitan? ¿Y a cambio de qué, sino del deleite? Lo que deleita, pues, en las mujeres no es otra cosa que la necedad, y así no habrá nadie, piense como quiera en su interior, que no disculpe las tonterías que el hombre dice y las monerías que hace cuantas veces lo disponga el apetito de la hembra.

Ya sabéis, por tanto, cuál es el manantial del primero y principal placer de la vida.


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