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CAPITULO XXX
    
LA NECEDAD CONDUCE A LA SABIDURÍA, INTOLERABLE CONDICIÓN DE LOS QUE EL VULGO TIENE POR SABIOS

Oh dioses inmortales! ¿Callaré o diré lo que resta? Y ¿por qué he de callarlo, si es la pura verdad? Pero, antes de abordar tan alta empresa, acaso sería más conveniente impetrar el auxilio de las Musas del Helicón, que los poetas suelen invocar tantas veces por simples nonadas. ¡Inspiradme, pues, un momento, hijas de Júpiter, para mostrar que nadie puede llegar a alcanzar la excelsa sabiduría, donde reside el tesoro de la felicidad, sin tomar por guía a la Necedad!

Primeramente, está fuera de duda que todas las humanas pasiones son del dominio de la necedad, puesto que la característica que distingue al necio del sabio es que aquél se deja llevar por ellas, mientras que éste sigue los dictados de la razón. Por eso los estoicos recomiendan al sabio que se aparte de tal género de desórdenes, como si se tratara de enfermedades; no obstante, las pasiones, no sólo hacen las veces de pilotos para los que quieren navegar hacia el puerto de la sabiduría, sino que también suelen ser en todo acto de virtud algo así como espuela y acicate que estimulan a obrar bien.

Y si es bien cierto que Séneca es típico hasta más no poder, sostiene tenazmente que el sabio debe carecer de toda clase de pasiones; sin embargo, al hacer esa afirmación no dejó en el sabio nada de ser humano, sería como una especie de Dios o un demiurgo, que no ha existido ni existirá nunca sobre la tierra; es más: para decirlo más claro, sería una estatua de mármol con figura de hombre, pero insensible y por completo ajena a todo humano sentimiento. Por tanto, gocen en paz los estoicos de este su sabio, si les place; ámenle sin temor a rival alguno, pero vivan con él allá en la ciudad de Platón o, si les parece mejor, en la región de las Ideas o en los jardines de Tántalo.

Nadie habría, en verdad, que no huyese, horrorizado, como de un monstruo o de un espectro, de un hombre tal, sordo a todos los sentimientos de la Naturaleza; de un hombre sin pasión alguna, a quien ni el amor ni la misericordia le hacen más mella que si fuese de pedernal o de roca de mármol; de un hombre a quien nada se le oculta y nunca se equivoca, sino que, como otro Linceo, todo lo descubre, todo lo pesa y mide con minuciosidad, y nada ignora; de un hombre que sólo está contento de sí mismo y que se cree el único fuerte, el único prudente, el único soberano, el único libre y, en una palabra, el único en todas las cosas, aunque sólo en su opinión; de un hombre que no convive con los amigos, porque no tiene ninguno; de un hombre, en fin, que no repararía en mandar ahorcar a los mismos dioses, y que todo cuanto ve hacer a los demás lo condena como extravagante y se ríe de ello. Tal es el bicho raro que los estoicos consideran como el prototipo del sabio.

Decidme, pues: si se tratase de elegir, ¿qué nación elegiría un gobernante de este tipo, ni qué ejército lo designaría para general? Digo más: ¿qué mujer querría un marido semejante, qué huésped invitaría a tal convidado, qué criado tomaría un amo de esa catadura o sería capaz de soportarle? ¿Quién no ha de preferir a uno cualquiera de entre los más necios de la plebe, que, siendo necio, podrá mandar u obedecer a los necios, que será agradable para con sus semejantes, y la inmensa mayoría, complaciente con su mujer, alegre con sus amigos, atento con sus convidados, afable compañero, y, por último, que nada que sea humano ha de reputarlo ajeno a su persona?

Mas como ya hace tiempo que voy sintiendo lástima de este pobre sabio, vuelvo a hablar de los demás beneficios que proporciono a los hombres.


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