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CAPITULO L
    
B) LOS POETAS, LOS RETÓRICOS Y LOS ESCRITORES

Menos me deben los poetas, pues aunque pertenecen ex profeso a mi partido, son espíritus independientes, como dice un viejo proverbio, cuya única tarea consiste en regalar los oídos de los necios con simples bagatelas y cuentecillos ridículos. Es, sin embargo, admirable, cómo movidos por ésta, se creen no sólo con derecho a la inmortalidad y a un destino igual que los dioses, sino que se los prometen a los otros.

De todos mis familiares, son los más devotos del Amor Propio y de la Adulación, y no hay quien me rinda culto tan puro y perseverante.

Igualmente me pertenecen los retóricos, aunque, en verdad, prevariquen a veces para entenderse con los filósofos; y digo que me pertenecen, entre otras razones, por una principalísima, cual es la de que, aparte de otras tonterías, han escrito con particular cuidado una multitud de preceptos referentes a las reglas del género festivo, hasta el extremo de que el autor de la Retórica dedicada a Herenio, sea quien fuere, incluyó a la Necedad entre los medios de agradar; y Quintiliano, príncipe de los retóricos, escribió sobre la risa un capítulo más largo que la Ilíada; en fin, tanta es la importancia que los retóricos atribuyen a la necedad, que muchas veces lo que ningún argumento pudo deshacer, la risa lo desbarata en un instante. Ahora bien: supongo que nadie pensará que el arte de hacer reír no me pertenece a mí, a la Necedad.

De la misma calaña son los que publicando los libros quieren alcanzar fama imperecedera, todos los cuales me deben mucho; pero principalmente, aquellos que emborronan el papel con meras majaderías, ya que a los que escriben doctamente y para unos pocos entendidos, hombres que no temerían ni aun las críticas de Persio y Lelio, más bien los tengo por dignos de lástima que por dichosos; su vida es una tortura continua; en efecto, añaden, cambian, quitan, vuelven a poner, hacen y deshacen, aclaran, guardan nueve años su obra, como dijo Horacio, y nunca están del todo satisfechos. Y todo esto para obtener una vana recompensa: la gloria, patrimonio de muy pocos, la cual compran a fuerza de vigilias, con grave detrimento del sueño, bálsamo de la vida, y a costa de fatigas y tormentos, a los que hay que añadir, además, la pérdida de la salud, la ruina del cuerpo, la oftalmía y aun la ceguera, la pobreza, la envidia, la abstinencia de los deleites, la vejez precoz, la muerte prematura y otros sufrimientos por el estilo. He aquí los sacrificios con que este sabio piensa que debe comprar la aprobación de algún que otro legañoso como él.

En cambio, el escritor que me es adicto, es más feliz cuanto es más extravagante, porque sin ningún esfuerzo, y sin pensarlo siquiera, lanza inmediatamente por escrito todo lo que se le viene a las mientes, todo lo que afluye a su pluma y todo cuanto sueña, costándole sólo un poco de papel, sabiendo muy bien que cuantas más tonterías escriba, más gustado será por la multitud; es decir, por todos los necios ignorantes. ¿Qué le importa, pues, que le desprecien tres o cuatro sabios, caso de que le lean? ¿Qué significa el voto de tan pocos sabios ante la muchedumbre que lo aclama?

Pero son mucho más listos los que publican bajo su nombre las obras ajenas y se apropian una gloria que a otros ha costado inmensos trabajos, con copiar descansadamente, pues aunque saben que un plagio ha de descubrirse algún día, sin embargo, durante algún tiempo, ellos se enriquecen con el interés del préstamo. Hay que ver cómo se pavonean cuando son alabados por el vulgo; cuando la multitud los señala con el dedo diciendo: ``¡Miradlo! ¡Es el famoso Tal!'' Cuando contemplan sus obras en las librerías y cuando en las portadas de sus libros aciertan a colocar unos títulos raros, muy a menudo extraños, que asemejan caracteres mágicos, y que, ¡por los dioses inmortales!, no son sino palabras hueras. ¡Cuán pocos se encontrarán en toda la extensión del globo que los conozcan! ¡Cuántos, menos todavía, que los ensalcen! (que también entre los indoctos hay diversidad de paladares). En general, dichos títulos se inventan, o se toman de obras antiguas, y así, uno gusta de llamar a la suya Telémaco; el otro, Esteleno o Laertes; éste, Polícrates; aquél, Trasimaco, y a algunos no les importaría nada que un libro se llamara El camaleón o La calabaza, aunque no traten de ello, para imitar el lenguaje de los filósofos Alfa o Beta.

Pero lo más gracioso del caso es verles enviarse mutuamente epístolas, poesías y elogios, donde se alaban recíprocamente los necios y los ignorantes. ``Tú eres superior a Alces'', dice el primero. ``Tú -replica el segundo- vales más que Calímaco.'' ``Tú eres un Cicerón'', grita uno. ``Y tú eres más sabio que Platón'', le contesta el otro.

Algunas veces, también se buscan un contrincante, a fin de aumentar su fama rivalizando con él. Entonces el público, ingenuo, se divide en dos bandos contrarios, hasta que los dos campeones, dando por bien reñido el combate, se retiran victoriosos y ambos se llevan los honores del triunfo. Los sabios de ríen, diciendo, con razón, que esto es ya el colmo de la necedad. Y ¿quién lo niega? Pero, entre tanto, gracias a mí, pasan una vida tan agradable, que no cambiarían sus glorias por las de los mismos Escipiones. No obstante, los mismos sabios, que se ríen de esto con toda su alma y con tanto gusto, gozan de la locura ajena, no es poco lo que me deben a su vez, y no podrán negarlo, como no sean grandemente ingratos conmigo.


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