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CAPITULO VII
    
PROGENIE DE LA NECEDAD

Sabéis, pues mi nombre, varones estultísimos, y digo estultísimos porque ningún otro epíteto más honroso puede emplear la diosa Necedad para honrar a sus creyentes. Mas, como entre vosotros no hay muchos que conozcan mi genealogía, voy a intentar exponerla con el auxilio de las Musas.

No debo mi nacimiento ni al Caos, ni a Plutón, ni a Saturno, ni a Júpiter, ni a ningún otro de la casta de estos dioses podridos de vejez, sino que me ha engendrado Pluto, que es el supremo dios, el padre de los dioses y de los hombres, digan lo que quieran Homero, Hesíodo y aun el mismo Júpiter. Pluto, a cuyo antojo hoy, como siempre, trastórnanse desde sus cimientos las cosas sagradas y profanas; por cuyo arbitrio se rige la guerra, la paz, los imperios, los consejos, la justicia, las asambleas populares, los matrimonios, los tratados, las alianzas, las leyes, las artes, lo cómico, lo serio...(¡ay!, ¡me ahogo!) en una palabra, todos los negocios públicos y privados de los hombres; Pluto, sin el cual toda esa turba de númenes de que hablan los poetas, y aun me atrevo a decir que hasta lo mismos dioses mayores, o no existirían de ningún modo, o no podrían comer caliente en su propia morada; Pluto, a quien si alguien hiciese montar en cólera no le valdría ni el favor de Palas, y, en cambio, si le fuere propicio, sería capaz de autorizarle para ahorcar a Júpiter con todos sus rayos. Este es el padre de quien me envanezco, y éste es de quien nací; pero no porque me haya sacado de su cabeza, como lo hizo Júpiter con la tétrica y ceñuda Minerva, sino por haberme engendrado en Hebe, ninfa de la juventud, que es mil veces más bella y más alegre.

No; yo no he sido fruto de un insípido deber conyugal, como aquel cojo herrero (Vulcano), sino que, lo que es más hermoso, a mí me han dado el ser los besos del amor, según dice Homero. Pero no vayáis a creer que nací de aquel Pluto que nos pinta Aristófanes cuando ya estaba ciego y con un pie en la sepultura, sino del Pluto vigoroso, rebosante de juventud, y, sobre todo, del néctar abundantísimo y de sin igual pureza que él gustaba de saborear en los banquetes.

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