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CAPITULO XLI
    
SIGUE LA MISMA MATERIA DEL CAPÍTULO ANTERIOR

Y qué es lo que los hombres piden a estos santos sino cosas concernientes a la necedad? Veamos. Entre tantos exvotos colgados de los muros y de las bóvedas de algunos templos, ¿habéis visto alguna vez uno solo puesto por el que se haya curado de la necedad o por el que haya adquirido un grano de sabiduría? Ni por casualidad. Los que allí se ven son los dedicados así: un náufrago se salvó nadando; un soldado, atravesado de parte en parte por el enemigo, curó de sus heridas; éste, en medio de una batalla, y mientras los demás batían el cobre, huyó con tanta fortuna como valor; aquél, colgado ya en la horca, impetró el favor de cierto santo, protector de los ladrones, el cual hizo que se rompiese la cuerda para que su protegido continuase aliviando a algunos del peso de las riquezas mal adquiridas; aquel otro escapó de la cárcel rompiendo los cerrojos; el de más allá curó de la fiebre con gran indignación del médico; junto a éste se ve un marido que, habiendo bebido un veneno, no hizo más que soltarle el vientre, y lo que había de ser su muerte fué su purga, con gran descontento de su mujer, que perdió su dinero y su trabajo; más lejos hay un faetón que, al volcarse su carro, pudo llevar a casa sus caballos sanos y salvos; su vecino de la derecha, sepultado una vez en hundimiento, sobrevivió a la ruina; su vecino de la izquierda tuvo la suerte de escapar de las garras de un marido que le cogió in fraganti. Todo esto está bien; pero no se ve ni uno solo que dé las gracias por verse libre de la necedad, pues es tan dulce no saber nada, que por preservarse de todo hacen votos los mortales, menos de la imbecilidad.

Mas ¿por qué me meto yo en este piélago de supersticiones? Podría decir, como Virgilio, que ``ni aun teniendo cien lenguas y cien bocas y una voz de bronce, me sería posible dar a conocer todas las clases de fatuos, ni enumerar las innúmeras formas de la necedad''. Tan llena está la vida de todos los cristianos de esta suerte de delirios, que los mismos clérigos, sin gran dificultad, las admiten y fomentan, no ignorando lo mucho que pueden acrecentar sus estipendios.

Figuraos que, en medio de estas gentes, se presentase de improviso uno de esos sabios insufribles y proclamase algunas verdades como éstas: ``No morirás mal si vives bien; redimirás tus pecados si añades al óbolo de tu ofrenda el odio de tus faltas, y las lágrimas, las vigilias, las oraciones y los ayunos; en una palabra, si cambias radicalmente tu modo de vivir; un santo te será propicio si imitas su vida''; pues bien: si esos sabios, repito, saliesen con estas o parecidas monsergas, verías cómo se trastornaría en seguida la felicidad de los mortales, y la confusión que causaría en sus conciencias.

A la misma hermandad que los anteriores pertenecen también los que en vida disponen minuciosamente la pompa que quieren para sus funerales, determinando con especial cuidado el número de hachones, de mantos de luto, de cantores y de plañideras que han de ir a su entierro, como si aquel día se les hubiera de devolver la existencia para que gocen del espectáculo, o como si los difuntos se avergonzasen de no ser enterrados sus cadáveres con ostentación. Todo lo previenen como si fuesen ediles encargados de preparar los juegos y banquetes públicos.


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