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DEDICATORIA
    
ERASMO DE ROTTERDAM, A SU AMIGO
TOMÁS MORO: SALUD

Durante el viaje que hice no ha mucho de Italia a Inglaterra, con el fin de no malgastar en conversaciones banales e insípidas todo el tiempo que tuve que ir a caballo, resolví, ya meditar de cuando en cuando en nuestros comunes estudios, ya complacerme con el recuerdo de los amigos entrañables y doctísimos que dejé en esta tierra.

Entre éstos, mi querido Moro, tú ocupabas el primer lugar. Tal recuerdo no me deleitaba menos de lo que acostumbraba deleitarme a tu lado, que es la cosa del mundo, bien puedo asegurarlo, que me ha producido más dulce contentamiento. Pero como había que ocuparse en algo al fin y al cabo, y la ocasión era poco acomodada para las profundas meditaciones, pensé componer un Elogio de la Necedad.

``¿Qué Minerva1 -me dirás tú- te ha metido en la cabeza semejante idea?'' En primer lugar, la idea me la inspiró tu apellido, tan parecido a la palabra moria (en griego, necedad), como tu persona se diferencia de la cosa, pues, según pública opinión, tú estás del todo ajeno a ella. En segundo término, supuse que este juego de mi imaginación te agradaría más que a nadie, ya que sueles gustar mucho de este género de bromas, que no carecen, a mi entender, de sabor ni de gusto, y que en la condición ordinaria de la vida te comportas como Demócrito2, y si bien tú, por la perspicacia de tu ingenio, estás sin duda alguna a una gran distancia del vulgo, sin embargo, gracias a la increíble dulzura y afabilidad de tu carácter, con todos te avienes, con todos te tratas, con todos te llevas bien y con todos diviertes.

Por tanto, no sólo has de recibir gustoso este discursillo como un recuerdo de tu amigo, sino que también debes tomarlo bajo tu protección, pues desde el momento en que te lo dedico, es ya tuyo y no mío. Porque quizá no falten criticastros que lo censuren, diciendo unos que éstas son bagatelas indignas de un teólogo; otros, que son muy mordaces para no herir la moderación cristiana, y repetirán a grandes gritos que resucitamos la comedia antigua, que copiamos a Luciano3, y que lo desgarramos todo a dentelladas.

Mas, en cuanto a los que se escandalizan de la ligereza y de lo jocoso del asunto, querría que pensasen en que yo no soy el inventor del género, sino que desde antiguo ha sido puesto en práctica por grandes escritores, pues ha siglos que Homero cantó las guerras de las ranas y de los ratones en la Batracomiomaquia4; Virgilio, a los mosquitos y al almodrote; Ovidio, a las nueces; Polícatro hizo el elogio de Busiris5, e Isócrates lo fustigó; Glauco6 celebró la injusticia; Favorino, a Tersites y las cuartanas; Sinesio, la calvicie; Luciano, las moscas y los parásitos; Séneca escribió la apoteosis de Claudio; Plutarco, el diálogo de Grillo con Ulises; Luciano y Apuleyo, el asno; y no sé quién, el testamento del cochinillo Grunio Corocota, de que hace mención San Jerónimo. Por tanto, si esto les agrada, que se imaginen que he estado distraído jugando al ajedrez, o, si lo prefieren, que he cabalgado en un palo de escoba. Pues siempre será una injusticia que, reconociéndose a todas las clases de la sociedad el derecho a divertirse, no se consienta ningún solaz a los que se dedican el estudio, sobre todo si la chanza descansa en un fondo serio y si está manejada de tal suerte que un lector que no sea completamente romo saque de ella más fruto que de las severas y aparatosas lucubraciones de ciertos escritores, como son aquellos discursos zurcidos de retazos de varios autores, en que se ensalza la Retórica o la Filosofía, o se alaba a un príncipe, o se exhorta a la guerra contra el turco, o se predice el porvenir, o se entablan nuevas cuestiones por cosas de nada. Porque, así como no hay nada más tonto que tratar las cosas serias de una manera frívola, del mismo modo nada hay tan divertido como tratar de un asunto baladí sin dar sospechas de que lo sea. Es cierto que al público toca juzgarme; no obstante, si el amor propio7 no me engaña de un modo manifiesto, me parece que aunque he hecho el Elogio de la necedad, no lo hice del todo neciamente.

Por lo que respecta al reproche de mordacidad, responderé que siempre se ha concedido al ingenio la libertad de chancearse sin recelo de las cosas humanas, con tal que esa licencia no degenere en frenesí. Por lo cual, me admira grandemente la delicadeza de los oídos de nuestros días; casi no pueden escuchar sino los títulos aduladores, y por eso verás gentes que entienden tan al revés la religión, que antes tolerarán los más graves ultrajes contra Cristo, que una ligera broma acerca de un Papa o de un rey, sobre todo si en ello les va el pan.

Pero yo pregunto: Criticar las costumbres de los hombres sin atacar a nadie individualmente, ¿es acaso morder, o más bien enseñar y aconsejar? Por lo demás, ¿no me critico yo mismo desde muchos aspectos? Además, cuando en la crítica no se omite ninguna clase social, no puede decirse que vaya contra nadie en particular, sino contra todos los países, y, por consiguiente, si alguno se considerase ofendido, o es que su conciencia le acusa o, por lo menos, teme verse retratado en ella.

San Jerónimo escribió en este género con más libertad y mordacidad, en varias ocasiones hasta sin perdonar los nombres propios. En cuanto a nosotros, aparte de que nos hemos abstenido completamente de nombrar a nadie, hemos guardado tal moderación en el estilo, que el lector avisado comprenderá desde luego que nuestro ánimo ha sido más bien agradar que morder. En ningún momento hemos seguido el ejemplo de Juvenal, removiendo el fangal oculto de los vicios, sino que nos hemos limitado a pasar revista a las ridiculeces más bien que a las torpezas. Y si hay alguien a quien estas razones no le convenzan, tenga en cuenta, por lo menos, lo bonito que es ser censurados por la Necedad, y que, al hacerla hablar, hemos debido caracterizarla convenientemente.

Pero ¿a qué insistir más contigo, siendo, como eres, ten especial abogado, que aun las cosas que no fueran tan justas como éstas pudieras defender magistralmente? Adiós, elocuentísimo Moro, y toma con calor la defensa de esta Moria.

    

En el campo, 9 de junio de 1508.


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