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CAPITULO LII
    
D) LOS FILÓSOFOS

Detrás de ellos vienen los filósofos, venerables por su barba y por su manto, que dicen ser los únicos que saben; el resto de los mortales son hombres que revolotean. ¡Oh, cuán dulcemente deliran cuando forjan mundos infinitos a su antojo; cuando miden como con el pulgar, como con un hilo, el sol, la luna, las estrellas y los orbes celestes; cuando sin vacilar un punto explican las causas del rayo, del viento, de los eclipses y de todos los demás fenómenos inexplicables! Y lo hacen como si fueran los secretarios del arquitecto del mundo, o como si acabaran de llegar del Consejo de los dioses. En tanto, la Naturaleza se ríe lindamente de ellos y de sus hipótesis, porque no conocen nada con certeza, como lo demuestran palmariamente las interminables disputas que mantienen entre sí acerca de cualquier cosa. No saben absolutamente nada, y pretenden saberlo todo. No se conocen a sí mismos, ni ven la fosa abierta a sus pies, ni la piedra en que pueden tropezar, sea porque de ordinario son casi ciegos, sea por tener la cabeza a pájaros26; pero esto no les impide afirmar que perciben las ideas, las universales, las formas abstractas, la materia prima, los quidditates27, los acceitates28, cosas, en verdad, tan imperceptibles, que, a mi juicio, ni el mismo Linceo las hubiese visto con claridad. Pero, sobre todo, desprecian al profano vulgo, sólo porque saben trazar triángulos, cuadriláteros, círculos y otras figuras matemáticas, inscritas unas en otras, e intrincadas en forma laberíntica y acompañadas de un ejército de letras, repetidas en distintos órdenes, cuya colocación ofusca a los ignorantes. No faltan algunos entre ellos que leen el porvenir en los astros, y que prometen milagros mayores que los de la magia. ¡Y todavía encuentran papanatas que creen también esas cosas!...

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