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ERASMO
DE ROTTERDAM
    
SALUDA A MARTÍN DORP, EXIMIO TEÓLOGO

Un amigo mío de Amberes me mostró una copia de tu carta -no el original- sin haber podido yo averiguar cómo se hizo con ella. Veo que lamentas lo poco afortunado de la publicación de la Moria, que aplaudes calurosamente mi entrega a la restauración del texto de san Jerónimo y que no estás a favor de una edición del Nuevo Testamento.

Tu carta, lejos de ofenderme, mi querido Dorp, hace que me seas mucho más querido que lo habías sido nunca. ¡Tal es el encanto de tu consejo, la amistad de tus observaciones y el tono cordial de tu crítica! La caridad cristiana tiene el don de mantener su dulzura natural aun en medio de su severidad. Diariamente recibo muchas cartas de eruditos que me llaman la gloria de Alemania, el sol y la luna, y amontonan por puro cumplimiento títulos espléndidos hasta sentirme abrumado. Juro por mi vida que ninguna de ellas me ha causado tanta alegría como la carta de censura de mi amigo Dorp. Como bien dijo Pablo, la caridad no falla nunca: si alaba, busca hacer el bien, si reprende, su intención es la misma.

Quisiera, pues, contestar a tu carta despacio, sabiendo que tengo un gran amigo. Estoy muy interesado por tu aprobación de cuanto yo hago, pues tengo en tan alta estima tu condición casi divina, tu excepcional saber y tu acertadísimo criterio que prefiero el voto de Dorp al de mil otras personas. Estando como estaba todavía enfermo por el cruce del canal y cansado de la andadura del caballo y ocupado en ordenar mi equipaje pensé que sería mejor responder a un amigo de la forma que fuese que dejarle en semejante opinión. Pues no quiero pensar si tu carta es algo personal o te la metieron otros en la cabeza, obligándote a escribirla, ocultos tras un disfraz ajeno.

Comenzando por lo primero, quiero ser franco y decirte que casi me arrepiento de haber publicado la Moria. Ese librito me ha dado fama, o si lo prefieres cierto renombre. Pero yo no suelo mezclar la gloria con el odio, y bien sabe el cielo que lo que el pueblo llama fama no es otra cosa que una palabra vana y un legado pagano.

Todavía quedan por ahí varias de estas expresiones entre los cristianos que llaman inmortalidad al renombre que uno deja a la posteridad, y virtud al gusto por cualquiera de las artes. Mi único propósito en la publicación de todos mis libros ha sido siempre hacer algo útil con mi trabajo. Y caso de no conseguirlo, por lo menos no dañar a nadie. Tenemos ejemplos de grandes hombres que abusaron de su saber para servir a sus pasiones: uno canta sus locos devaneos; otro echa mano de la adulación para conseguir un favor; éste, provocado por el insulto, hace de su pluma un arma, y aquél hace sonar su propia trompeta y canta sus propias alabanzas dejando tamañitos a Tasón47 o Pirgopolinice48.

Sé que mi ingenio es romo y mi doctrina no sólida, pero al menos siempre he querido hacer cuanto bien me es posible, o al menos no herir a nadie. Sabido es que Homero se ensaño con Tersites, trazando una caricatura cruel en la Ilíada. Platón criticó por su nombre a infinidad de personas en sus diálogos ¿Y a quién perdonó Aristóteles, que no se compadeció siquiera de Platón ni de Sócrates? Demóstenes desfogó su ira sobre Esquines, Cicerón sobre Pirro, Salustio y Antonio. Y muchos de los nombres citados por Séneca son víctimas del ridículo y del desprecio.

Si miramos a los ejemplos recientes, Petrarca hizo de pluma un estilete contra un médico. Lorenzo contra Poggio y Policiano contra Scala. ¿Puedes citarme un autor por apacible y modesto que sea que haya dejado de arremeter airado contra otro? Incluso san Jerónimo, tan austero y piadoso no dejó de atacar a Vigilancio, contender con Joviniano y gritar desaforadamente contra Rufino. Ha sido siempre costumbre de los sabios confiar al papel sus alegrías y tristezas, como amigo fiel en cuyo pecho se puede vaciar toda la turbulencia del corazón. Se pueden encontrar, en efecto, personas cuya solo intención al escribir un libro es verter todas sus emociones y así transmitirlas a la posteridad.

Pero volviendo a mi caso, ¿me puedes decir a quién he dañado o rebajado en lo más mínimo su reputación con los muchos libros que he publicado? ¿A qué país, clase de persona o individuo he tachado por su propio nombre? Y apenas te das cuenta, mi querido Dorp, de las veces en que he estado en trance de hacerlo bajo la provocación de insultos que nadie toleraría. Siempre, no obstante, he vencido mi rencor y mi amargura más de lo que la posteridad pudiera creer y más de lo que la baja calidad de mis detractores merecería. Si los demás conocieran los hechos como yo los conozco, nadie me juzgaría un censor tan mordedor sino más bien justo, comedido y razonable. Y me pregunto, ¿por qué, entonces, se meten en mis sentimientos? ¿Y por qué cualquier crítica mía ha de influir en otros países y tiempos lejanos? Tendré que hacer lo que yo considere justo, no ellos.

No tengo, por otra parte, enemigo a quien no quisiera hacer mi amigo, si ello me fuera posible. ¿Por qué habría de cerrarle el camino o habría de escribir contra un enemigo cosas que podría lamentar más tarde como escritas contra un amigo? ¿Por qué manchar con mi pluma a un personaje que, aun cuando lo merezca, ya nunca podré limpiar? Prefiero equivocarme, alabando al que no lo merece, que castigar al que es digno de vituperio. La alabanza inmerecida pasa por ingenuidad en quien la hace. Pero si se pinta con verdaderos colores a alguien que no merece otra cosa que la censura, esto se atribuye a tu juicio equivocado, no a sus faltas. No quiero hablar aquí de cómo a veces puede estallar una guerra muy seria como resultado de unas injurias que terminan en represalias, y de cómo se propaga un peligroso incendio merced a los insultos de una y otra parte. Pero si no es cristiano volver injuria por injuria, es igualmente indigno actuar por resentimiento intercambiando ultrajes al estilo mujeril.

Razones como éstas son las que me han guiado a retirar de mis escritos toda malicia y causticidad, no nombrando en ellos a los que obran mal. Mi propósito en la Moria fue exactamente el mismo que en mis demás obras. Tan sólo el estilo fue diferente. En el Enchiridion traté simplemente de exponer la vida cristiana. En mi libro Educación del príncipe cristiano adelanté unas sinceras orientaciones para la instrucción de un príncipe. En mi Panegírico hice lo mismo bajo el velo de la loa que había hecho de forma explícita en otra parte. Y en la Moria expresé las mismas ideas que en el Enchiridion, pero en broma. Quise aconsejar, no morder; hacer el bien, no insultar; trabajar, pero no contra los intereses de los hombres.

Un filósofo tan serio como Platón aprueba las célebres rondas de bebedores en los banquetes porque está convencido de que ciertos vicios no los corrige la austeridad sino la alegría del vino. Y Horacio piensa que una advertencia en broma es tan eficaz como una en serio. «¿Quién puede impedir -dice- que burla burlando se digan las verdades?» Así lo entendieron también los antiguos sabios que prefirieron ofrecer los más saludables consejos en forma de fábulas aparentemente infantiles. Porque la verdad puede parecer dura al no estar adornada; pero si lleva por delante algo agradable, puede penetrar más fácilmente la mente de los mortales. Esta es sin duda la miel que los expertos en Lucrecio recomiendan untar en la copa de ajenjo que prescriben para los niños.

¿No hicieron lo mismo los príncipes antiguos al introducir los bufones en sus cortes con el propósito de exponer y corregir ciertas faltas por medio de su palabra sincera e inofensiva? Quizás no sea propio añadir a esta lista al mismo Cristo. Pero si hemos de comparar en un todo las cosas divinas a las humanas, sus parábolas tienen ciertamente alguna afinidad con las viejas fábulas. La verdad del Evangelio penetra más dulcemente en el espíritu y se asienta mejor en él si va revestida de atractivos. Es algo que ya confirma ampliamente san Agustín en su obra Sobre la Doctrina Cristiana. Yo mismo fui testigo de la desorientación del vulgo a causa de las opiniones más disparatadas en todos los aspectos de la vida. Quise encontrar el remedio más que el éxito. Y por fin creí haber encontrado un medio de introducirme en ese mundo de espíritus demasiado débiles y de curarlos de una forma placentera. Me había dado cuenta de cómo un método alegre y atrayente como éste da felices resultados en muchos casos.

Si me respondes que el personaje representado por mí es demasiado frívolo para dar pie a una discusión de problemas tan serios, estoy dispuesto a admitir que me equivoqué. Protesto contra el cargo de ser demasiado severo, no del de loco o necio. Aunque podría defenderme también de éste con sólo citar el ejemplo de los muchos varones serios a quienes escuché en el breve prólogo a la obra.

¿Podría hacer yo otra cosa? Acababa de volver de Italia, y era huésped de mi amigo Moro cuando un ataque de riñón me imposibilitó salir fuera de casa durante varios días. Mis libros no habían llegado todavía, y aunque hubieran llegado mi enfermedad no me permitiría aplicarme a estudios serios. Sin nada que hacer por delante comencé a distraerme con el elogio de la locura, sin idea de publicarlo, sino como distracción del dolor que me aquejaba. Una vez comenzada, dejé que algunos amigos echaran una mirada al manuscrito para así aumentar la distracción compartiendo la broma. Quedaron encantados y me animaron a seguir. Hice lo que me pedían y en una semana, más o menos, terminé la tarea. Demasiado tiempo para un tema tan liviano.

Después, los amigos que me habían animado a escribir la obra se la llevaron a Francia, donde se imprimió, si bien tomándola de una copia llena de faltas y mutilada. No sé si agradó o no; lo cierto es que en el espacio de unos meses se imprimió siete veces, y en diferentes lugares. Yo mismo quedé asombrado de la aceptación del público. Si a esto lo llamas estulticia o necedad, mi querido Dorp, entonces me confieso culpable o, al menos, no me defiendo. Hice el loco cuando no tenía nada que hacer, empujado por los amigos, y es la primera vez que lo he hecho en mi vida. ¿Quién es cuerdo en todo momento? Tú mismo admites que mis demás obras han sido recibidas calurosamente en todas partes por hombres piadosos y sabios. Pero, dime: ¿quiénes son esos hombres tan duros, o mejor, esos areopagitas49que no perdonan a un hombre que una sola vez se deslizó hacia la insensatez? ¿Pueden ser tan quisquillosos como para sentirse ofendidos por un librejo ridículo y retirar inmediatamente el crédito a un escritor que lo ha conseguido tras innumerables horas de penoso trabajo? Podría presentar otras muchas necedades tomadas de otras fuentes más necias que la mía. Incluso de teólogos de renombre que inventan polémicas tediosas, invitan a la lucha dialéctica y pelean entre sí como si lucharan pro aris et focis.

Representan además sin máscara alguna todas estas farsas ridículas, más absurdas que las mismas de Atella50. Yo, en cambio, soy mucho más modesto. Cuando quise hacer el loco lo hice en el personaje de la locura. Y así como en Platón, Sócrates enmascara su rostro a fin de cantar las alabanzas del amor, así yo me enmascaré en mi comedia.

Dices que incluso las personas a quienes no agrada el tema admiran mi talento, mi saber y mi elocuencia, pero se sienten heridos por mi excesiva mordacidad. Tus críticas son para mí cumplidos superiores a los que yo querría. No estoy acostumbrado a alabanzas como éstas, viniendo como vienen de aquellos en quienes no veo ingenio, erudición ni elocuencia. Si estuvieran mejor dotados, mi querido Dorp, no se picarían tanto por bromas que buscan hacer el bien más que ser una exhibición erudita e ingeniosa. En nombre de las musas te pido que me digas qué clase de ojos, oídos y gusto tiene esta gente cuando se ofende por la mordacidad de semejante libro.

Y, en primer lugar, ¿qué mordacidad puede haber cuando no se nombra a nadie, ni se ataca a nadie en particular, excepto a mí? Deberían recordar lo que siempre repite Jerónimo, a saber: que una acusación general de las faltas no hiere a ningún individuo particular. Y si alguien se ofende, no tiene por qué echar la culpa al autor. Puede pedirse cuentas a sí mismo, si le place, pues se delata a sí mismo, ya que en las palabras dirigidas a cualquiera, no a un particular, ve un ataque personal. ¿No está claro que en todo momento he procurado no mencionar por su nombre a personas y pueblos a los que no querría criticar con demasiada acritud?

En el pasaje donde paso revista a las formas de amor propio que son peculiares a cada país, atribuyo la gloria militar a los españoles, la cultura y la elocuencia a los italianos, las buenas maneras y la comida exquisita a los ingleses, etc.; es decir, todo lo que cada uno puede reconocer en sí mismo sin desagrado o lo que realmente puede oír con una sonrisa. Después, cuando hago un repaso a todos los tipos de hombres -siguiendo el plan que me había trazado para la obra- y voy anotando las faltas propia de cada uno, ¿he dejado caer alguna vez una palabra venenosa o desagradable al oído? ¿Dónde encubro la ciénaga de los vicios? ¿O dónde agito la secreta camarina51 de la vida humana?

Todos sabemos cuánto se podría decir contra pontífices indignos, obispos y sacerdotes corruptos y príncipes viciosos, en suma, contra cualquier clase social, si siguiendo a Juvenal no me avergonzara de confiar al papel cosas de que muchos no se avergüenzan. Me he limitado a registrar lo que hay de cómico y de absurdo en el hombre, no lo repugnante. Pero de tal manera que, de paso, toco cosas serias y oriento en lo que creo que la gente debe oír.

Sé que no tienes tiempo para descender a estas nimiedades, pero te ruego que, cuando tengas tiempo, trates de fijarte en estas bromas absurdas de la locura. Estoy seguro que las encontrarás mucho más acordes con las ideas de los evangelistas y apóstoles que las elucubraciones de ciertos teólogos, que ellos estiman espléndidas y, como tales, dignas de los grandes maestros. Tú mismo reconoces en tu carta que la mayor parte de lo que escribo es cierto. Pero crees que no es bueno «rascar la herida del delicado oído con la verdad descarnada». Si piensas que nunca se debe hablar con libertad y que la libertad sólo se ha de decir cuando no ofende, ¿por qué los médicos prescriben drogas amargas y echan mano de la hieraprica52entre sus remedios más eficaces? Si los que curan las enfermedades del cuerpo usan estos métodos, no veo por qué no habríamos de emplear los mismos a la hora de curar las enfermedades del alma. «Te emplazo delante de Dios -dice san Pablo- a que arguyas y reprendas a tiempo y a destiempo». Si el apóstol quiere atacar las faltas desde todos los flancos, ¿cómo quieres tú no tocar la herida, aun cuando se haga con tal delicadeza que nadie pueda molestarse a menos que quiera sentirse molesto él mismo?

Pues bien, si existe algún medio para que la gente corrija sus faltas sin herir a nadie, la forma más adecuada es no publicar sus nombres. Otra forma sería abstenerse de mencionar cosas que hieren los oídos de las personas sensibles. Porque, así como ciertas escenas de la tragedia son demasiado crudas para ser presentadas a los espectadores -y es preferible su simple narración-, de la misma manera, en la vida de los hombres hay situaciones de subida obscenidad para que puedan presentarse con decencia. Finalmente, si se ponen en un personaje cómico de modo que agraden y diviertan, el mismo humor de la palabra excluyen cualquier ofensa. ¿No hemos visto todos cómo una broma oportuna y a tiempo tiene eficacia sobre los mismos tiranos?

En efecto, ¿piensas que una súplica o razonamiento hubiera calmado mejor la ira del gran rey Pirro que la broma que le hizo un soldado? «Porque -dijo- si nuestra tinaja no nos hubiera delatado, habríamos dicho peores cosas de ti.» El rey rió y le perdonó. Sus razones tuvieron los dos mayores oradores, Cicerón y Quintiliano para formular las reglas de suscitar la risa. Es tan eficaz el poder del lenguaje con chispa y gracia que hasta podemos gozar de una indirecta bien hecha dirigida contra nosotros, como lo demuestra la historia de Julio César.

Si admites la verdad de lo que he escrito, si ves en ello una broma y no una obscenidad, ¿qué medio mejor se puede arbitrar para curar los males comunes de los hombres? En primer lugar, el placer es el que capta la atención del lector y el que la mantiene. En otros aspectos, dos lectores no buscan la misma cosa, pero el placer los domina a todos, a no ser que alguien sea tan estúpido que no sienta el placer de la palabra escrita. Esos que se ofenden por un libro donde no se mencionan nombres me parece que se asemejan a esas mujeres necias que se ofenden si alguien critica a una mujer de mala vida, como si el insulto fuera dirigido a todas ellas. Y por el contrario, si se dice una palabra de alabanza sobre las mujeres virtuosas se sienten halagadas como si una alabanza a una de ellas se aplicara a todo su sexo. ¡Ojalá que los hombres se vieran ajenos a esta tontería! ¡Y mucho más los que se dicen sabios! ¡Y sobre todo los teólogos!

Si se me inculpa algo de lo que no me siento culpable, no me ofendo, me congratulo conmigo mismo por haber escapado a los males de los que veo que tantos son víctimas. Pero si en algo me afecta y me veo reflejado en ello, no hay razón tampoco para sentirme ofendido. Si soy prudente, ocultaré mis sentimientos y no me delataré a mí mismo. Si soy honesto, actuaré con cautela asegurándome de que en adelante no se me haga un reproche personal que veo delatado en términos generales. ¿No podemos tratar a ese libro mío como el pueblo ignorante trata a las comedias populares? ¡Cuántos denuestos, y con qué desenvoltura, se lanzan contra monarcas, sacerdotes, monjes, mujeres, maridos! Y ¿contra quién no?

Y, sin embargo, puesto que nadie es atacado por su nombre, todo el mundo ríe y admite sin ambages u oculta con disimulo las propias debilidades. Los más violentos tiranos soportan a bufones y payasos, aunque algunas veces les hiera la desvergüenza de insultos directos. El mismo emperador Vespasiano no se inmutaba cuando alguien decía que su cara perecía como si estuviera defecando. ¿Quiénes son, entonces, esas personas tan quisquillosas que no soportan que la Moria se ría de la vida común de los hombres sin señalarles? Nunca hubiera sido silbada la Comedia Antigua si se hubiera abstenido de lanzar al aire los nombres de personas bien conocidas.

Por tu carta querido Dorp, veo que mi libro de la Moria ha indispuesto contra mí a todo el cuerpo de los teólogos. ¿Por qué tuviste que atacar a los teólogos con tanta acritud? -me preguntas, deplorando la suerte que me espera. Hasta aquí, todo el mundo ansía leer tus libros y quiere verte en persona. Ahora la Moria, como Davo, lo ha revuelto todo.

Sé que dices esto con la mejor intención y quiero contestarte llanamente. ¿Crees realmente que todo el orden de los teólogos se molesta si se dice algo contra teólogos estúpidos o malos que no merecen tal nombre? Si esta fuera la norma a seguir, nadie podría decir una palabra contra criminales sin tener por enemiga a toda la humanidad. ¿Puede atreverse cualquier rey a negar que ha habido varios malos reyes, indignos del trono que ocuparon? ¿Y obispo tan arrogante que no admita esto mismo de su propio orden? ¿Son los teólogos la única corporación que puede gloriarse de no haber tenido en su seno ningún estúpido, ignorante y quisquilloso? ¿O es que hemos de ver que todos son Pablos, Basilios o Jerónimos?

Pienso, por el contrario, que cuanto más eminente es una profesión, menos son los que pueden responder a esta exigencia. Encontrarás mejores capitanes que príncipes, mejores doctores que obispos. Esto no es un reproche a un orden o cuerpo, más bien es un tributo a los pocos que se han portado con nobleza en el más noble de los órdenes. ¿Por qué, pues habrían de sentirse ofendidos los teólogos -si es que realmente se han sentido- más que los reyes, los nobles o magistrados y más que los obispos, cardenales y sumos pontífices? ¿O más que los comerciantes, maridos, mujeres, amantes y poetas -pues la Moria no omite ningún tipo de mortal -a no ser que sean tan estúpidos que se apliquen a sí mismos cualquier tipo de crítica general dirigida a los malos hombres?

San Jerónimo dedicó un libro a Julia Eustoquio. En él hace un retrato de las malas vírgenes tan magistralmente que ni un segundo Apeles lo podría ver tan vivamente a sus ojos. ¿Se ofendió acaso Julia? ¿Se indispuso con Jerónimo por haber denigrado el orden de las vírgenes? Ni un pelo. ¿Y por qué no? Porque una virgen sensible nunca podía creer que la crítica de sus malas hermanas se dirigía a ella. Debemos pensar más bien que agradeció tal admonición que prevenía a las buenas contra el peligro de deterioro, y por la que las malas podían aprender a cambiar sus caminos.

San Jerónimo escribió Sobre la vida de los clérigos, que dedicó a Nepociano. Escribió también Sobre la vida de los monjes, obra dedicada a Rústico. Hizo una viva pintura de ambos estamentos, con una crítica amarga y virulenta de sus vicios. Ninguno de los dos se sintió ofendido, pues sabía que nada se aplicaba a ellos. ¿Por qué William Mountjoy53 -en ningún sentido el menor de la nobleza cortesana- no rompe su amistad conmigo por las numerosas bromas de la Moria sobre los cortesanos? Sencillamente porque es tan sensible como virtuoso, y piensa cuerdamente que la crítica de los nobles malos y estúpidos no tiene nada que ver con él. ¿Cuántas bromas no hace la Moria a expensas de obispos malos y mundanos? ¿Por qué, entonces el arzobispo de Canterbury no se da por ofendido? Porque es un hombre modelo de todas las virtudes y ninguna de ellas va dirigida contra él.

No necesito extenderme en nombrar a los príncipes soberanos y demás obispos, abades, cardenales y sabios eminentes. Ninguno de los cuales ha mostrado el más ligero signo de desaprobación de la Moria. Por lo que a mí respecta, no puedo creer que algunos teólogos estén molestos por este libro, a no ser esos pocos que no lo entienden, o que son tan envidiosos o rencorosos por naturaleza que nada merece su aprobación. Hay algunos individuos entre ellos -de todos es sabido- tan mal dotados de talento y de juicio que son incapaces de cualquier estudio y menos de la teología. Cuando han aprendido unas cuantas reglas de gramática tomadas de Alejandro de Villadieu54 y a manejar cierto tipo de sofistería, pasan a memorizar sin comprenderlas diez proposiciones de Aristóteles y otros tantos tópicos sacados de Escoto o de Ockham. Esperan completar esta formación con el Catholicon55 el Mammetrectus y otros diccionarios del mismo estilo que les sirven como cuerno de la abundancia. ¡Pero no quieras ver qué erguidas llevan sus cabezas! ¡Nada tan arrogante como la ignorancia!

Tales personas tienen a san Jerónimo por un simple gramático, pues no llegan a entenderlo. Se mofan del griego y del hebreo e incluso del latín y, aunque son más lerdos que cerdos, carecen de sentido común, imaginándose en la cumbre de la sabiduría. Censuran, condenan y sentencian todo; no tienen dudas ni vacilaciones y lo saben todo. Lo curioso es que estos dos o tres individuos crean con frecuencia problemas importantes. ¡Tan obstinada o tan descarada es su ignorancia!

Son éstos los que se empeñan en conspirar contra el verdadero saber. Aspiran a ser algo en el senado de los teólogos y les aterra la simple idea de que un renacimiento del saber a una nueva vida les va hacer aparecer totalmente ignorantes, ya que hasta aquí se les creía como conocedores de todo. Lo suyo es el grito y la oposición, el ataque sistemático a hombres que se consagran a la verdadera ciencia. Son a esos a quienes rechaza la Moria porque no saben griego ni latín. Si una palabra dura se alza contra esos falsos teólogos que sólo piensan en incordiar, ¿qué tiene que ver eso con los verdaderos teólogos, un orden de auténtica distinción? Si es su piedad lo que les indispone, ¿por qué su ira va especialmente dirigida contra la Moria? ¿No hay mucha más impiedad, indecencia e invectiva en los escritos de Poggio? Con todo, en todas partes se le aplaude como autor cristiano y se le traduce a casi todas las lenguas. ¿No ataca Pontiano al clero con insultos y pullas? Y, sin embargo, se le lee por su elegancia e ingenio. ¿No hay más obscenidad en Juvenal? Y la gente piensa que da buenas lecciones incluso desde el púlpito. Tácito no perdonó insultos y Suetonio arremetió con hostilidad contra los cristianos. Plinio y Luciano se burlaron de la idea de la inmortalidad del alma. Y, sin embargo, todos les leen por su sabiduría. ¡Yo con razón! Sólo la Moria es inaceptable simplemente porque se divirtió a sí misma con sus ingeniosidades no a expensas de los verdaderos teólogos, sino contra vulgares disputas de ignorantes que ostentan el título absurdo de Nuestro Maestro.

Dos o tres de esos charlatanes, disfrazados con la teología a la moda, no cesan de segregar resentimiento contra mí, en base a que yo he maltratado y desfigurado al cuerpo teologal. Por mi parte, aprecio el saber teológico tan altamente que no doy el nombre de ciencia a ningún otro. Admiro y reverencio al orden teologal tanto que yo mismo soy miembro de él y no quiero pertenecer a ninguno otro, si bien la modestia me impide exhibir título tan distinguido. Conozco las exigencias del saber y la vida que exige el nombre de teólogo. Hay algo en la profesión de la teología que está por encima de la capacidad humana. Es un honor propio de obispos, no de personas como yo.

Me basta con saber la máxima de Sócrates de que ``sólo sé que no sé nada'' y con aplicar mis esfuerzos a ayudar a otros en la medida de lo posible en sus estudios. Y en verdad que no acabo de ver a esos dos o tres teólogos semidioses que tú dices me tienen poca simpatía. Desde la publicación de la Moria he estado en varios lugares, he vivido en universidades y grandes ciudades y nunca he encontrado ningún teólogo enfadado contra mí. Aparte, naturalmente, de uno o dos de esos que son hostiles a los estudios liberales. Y aun éstos nunca han pronunciado una palabra de protesta a mis oídos. No me importa mucho lo que digan a mis espaldas, sobre todo cuando tengo a mi favor hombres de tanta valía. Si no temiera, mi querido Dorp, que esto pudiera sonar más a orgullo personal que a sinceridad citaría a numerosos teólogos, todos ellos eminentes por su santidad de vida, eminentes en su saber y de primera fila -algunos de ellos obispos que nunca me mostraron más afecto que a partir de la publicación de la Moria.

Diría también que este pequeño libro les gusta más que a mí. Podría citarlos por sus nombres y títulos en este momento si no temiera que tus tres teólogos alargaran su hostilidad a propósito de la Moria a hombres tan eminentes como éstos. Uno de los responsables de esta desgraciada situación está contigo según creo -y es sólo una sospecha- y si quisiera pintarlo con sus colores auténticos, nadie se extrañaría de que a ese individuo no le gustase la Moria. Y me disgustaría que no le gustase, pues tampoco me gusta a mí, pero me disgusta menos porque no guste a espíritus como el suyo. Doy más crédito a la opinión de teólogos sabios y eruditos que lejos de acusarme de severo hasta alaban mi sinceridad y el tacto con que he tratado un tema tan vidrioso sin sobrepasarme, divirtiéndome sin malicia con algo tan resbaladizo.

Y si me he de atener a los solos teólogos -pues dices que son los únicos ofendidos- todo el mundo sabe lo mucho que el mundo habla de los malos teólogos. La Moria no se mete con ninguno de ellos. Simplemente se divierte y pone en solfa su manera de perder el tiempo en discusiones vanas que ni siquiera reprueba. Más bien condena a los hombres que se consideran «el no va más» en teología y que son tan dados a luchas verbales -como dice san Pablo- que no tienen tiempo de leer el Evangelio ni a los profetas ni a los apóstoles.

¡Ojalá que fueran pocos, mi querido Dorp, los que están tan libres de este cargo! Te podría presentar a quienes han pasado ya de los ochenta y que han perdido buena parte de su vida en naderías de esta jaez, sin siquiera haber abierto los Evangelios. Lo descubrí yo mismo y al final lo admitieron ellos también.

Pero ni siquiera en el personaje de la Moria me atreví a decir algo que oigo y que los teólogos deploran -y aquí me refiero a los verdaderos teólogos, esto es, a hombres honestos, serios e ilustrados que han bebido la enseñanza de Cristo en su misma fuente-. Cuando están entre personas ante las cuales pueden dar rienda suelta a sus pensamientos, deploran el nuevo género de teología aparecida en el mundo y lamentan que haya desaparecido la vieja teología, mucho más santa y sagrada, tan capaz de reflejar y recordar la doctrina de Cristo. No hablemos de su falta de base: monstruosa, bárbara, artificial, totalmente insensible a las artes liberales y a las lenguas clásicas.

Esta nueva teología está tan adulterada por Aristóteles, por insignificantes invenciones humanas y por las regulaciones humanas que dudo si conoce algo del puro y genuino Cristo. Al detener tanto sus ojos en la instrucción humana pierde de vista el arquetipo. En lógica consecuencia, los teólogos más prudentes se ven con frecuencia obligados a hablar en público de manera diferente a como piensan en sus corazones o a como dicen a sus amigos íntimos. Y hay veces que no saben qué respuesta dar a los que les consultan, sabiendo que Cristo dice una cosa y la enseñanza heredada del hombre prescribe otra. Te pregunto: ¿Qué tiene que ver Cristo con Aristóteles o los misterios de eterna sabiduría con la sutil sofistería? ¿Qué se busca con ese laberinto de temas a debate, que en su mayoría son una pérdida de tiempo o una ponzoña, sino la simple gresca y disensión que crean?

No niego que se hayan de dilucidar algunos puntos y que haya que tomar decisiones. Pero no se me negará que hay muchas y grandes cuestiones que es mejor ignorarlas que investigarlas, viendo como vemos que parte de nuestro conocimiento estriba en aceptar que hay algunas cosas que no podemos conocer, y otras muchas en que la incertidumbre es mucho más provechosa que la misma certeza.

Finalmente, si hay que tomar una decisión, me gustaría ver que se toma con reverencia, no con un sentimiento de superioridad, de acuerdo con las sagradas escrituras y no como producto de la simple mente humana. Hoy no tienen límite las investigaciones inútiles, raíz de todas las discordias entre sectas y facciones, y cada día una formulación destruye a otra. En suma, hemos llegado a un punto en que la base de la doctrina expuesta ya no se basa tanto en la doctrina de Cristo cuanto en las definiciones de los escolásticos y en el poder de los obispos. ¡Así están las cosas! En consecuencia, todo está tan complicado que no hay siquiera esperanza de volver a traer al mundo al verdadero cristianismo.

Todo esto y mucho más lo ven y lo deploran claramente esos teólogos eminentes por su santidad y ciencia. Y atribuyen la primera causa de todo al descaro e irreverencia de la clase moderna de teólogos. ¡Si pudieras entrar en mi alma, mi querido Dorp, y leer mis pensamientos, sólo entonces podrías apreciar mi cuidado para no hablar sobre este tema! Y la Moria tampoco aborda estos temas o lo hace muy superficialmente, pues no quería ofender a nadie. Igualmente cauto fui en los demás puntos, no queriendo escribir nada desagradable, difamatorio o provocativo, o lo que podría tomarse como insulto a cualquier clase de gente.

Si algo se dice sobre la veneración de los santos, podrás advertir que siempre se hace alguna precisión que deja claro que lo que se critica es la superstición de los que veneran a los santos de forma equivocada. Algo parecido vale decir de cuanto he proferido contra los príncipes, obispos y monjes: nunca falta una indicación de que no se intenta un insulto a la institución, sino un reproche a sus miembros corruptos e indignos. Sólo así podía censurar sus faltas sin herir a ningún hombre bueno. Finalmente, al desarrollar mi tema por medio de bromas e ingeniosidades salidas de la boca de un personaje fingido y cómico, creí que incluso los críticos que normalmente son desabridos y mal dispuestos, lo echarían a buena parte.

En suma, que a tu juicio, se me condena no por exceso de severidad, sino por impiedad. ¿Pues cómo oídos piadosos van a aceptar que mi llamada a la felicidad de la vida termine en una especie de locura? Querido Dorp, tú eres comprensivo, y por lo mismo me gustaría saber quién te ha enseñado ese sutil método de falsear las cosas. Lo diré de otra manera: ¿Quién o qué maestro tan astuto ha sobornado tu natural honradez para lanzar este cargo insidioso contra mí?

El método adoptado por estos pervertidores de la verdad es escoger un par de palabras y sacadas de su contexto, incluso cambiando a veces su significado e ignorando aposta cuanto pudiera matizar o explicar la frase que de otro modo pudiera parecer dura. Es un lema que Quintiliano apunta y enseña en sus Instituciones. Nos dice que presentemos nuestra causa con toda clase de pruebas y apoyos, así como todo aquello que pueda atenuar o debilitar la contraria o por el contrario ayudar a nuestra causa. Por otro lado, se han de citar los argumentos del adversario, desprovistos de todo esto y en los términos más odiosos posibles.

Tus amigos han aprendido este lema, no de las enseñanzas de Quintiliano, sino de su mala disposición. Y ésta es la razón de por qué con frecuencia las palabras que nos hubiera gustado oír si se hubieran citado como fueron escritas, resultan ofensivas cuando se extrapolan. Te pido que vuelvas a leer el pasaje y te fijes en las etapas que lleva mi conclusión de que la felicidad es una especie de locura. Toma nota también de las palabras que uso para explicar esto. Lo que tú puedas encontrar, lejos de ofender a oídos piadosos, les producirá un placer auténtico. Cuanto haya de ofensivo no está en mi libro sino en tu versión del mismo.

Cuando la Moria argumentaba que su nombre podía extenderse a todo el mundo y demostraba que la felicidad de todos los humanos dependía de ella, no hacía otra cosa que repasar la vida de todo tipo de hombres, terminando en los reyes y pontífices. Pasó después a los apóstoles y al mismo Cristo, en quienes encontramos una especie de locura que le atribuyen las sagradas escrituras. No hay peligro para nadie en imaginar que los apóstoles y el mismo Cristo estaban locos en el sentido literal.

Pero en ellos hay también una especie de debilidad debida a los efectos humanos que comparados con la sabiduría eterna pueden parecer no totalmente prudentes. Esta es ni más ni menos la locura que triunfa sobre la sabiduría del mundo. Sin duda por eso , el profeta compara la justicia de los mortales al paño sucio de la mujer menstruada. No porque la justicia de los hombres buenos esté manchada, sino porque por muy pura que sea la justicia humana sigue siendo un tanto impura si se la compara con la pureza inefable de Dios. Al presentar una necedad o moria que es cuerda, mostré también una locura que es sana, y una furia que mantiene sus sentidos.

Para suavizar un poco lo que seguía sobre la felicidad de los bienaventurados cité las tres formas de furia o locura descritas por Platón, la más feliz de las cuales es la de los amantes, pues les saca de ellos mismos. En el caso de las personas piadosas, el éxtasis es tan sólo una pregustación de la felicidad futura en la que todos quedaremos absortos en Dios, estando más en él que en nosotros mismos. Pues bien, Platón llama locura cuando alguien es alienado de sí mismo y existe en el objeto de su amor, donde encuentra su felicidad. ¿Te das cuenta ahora de mi cuidado por distinguir en el pasaje siguiente entre tipos de insensatez y locura a fin de que un lector demasiado literalista no interpretara mal mis palabras?

Pero no es éste el problema real, y tú lo sabes muy bien. Son mis palabras o mi lenguaje lo que ofende a los oídos piadosos. Pero, ¿por qué no se ofenden también cuando oyen hablar a Pablo de la «locura de Dios» y de la «locura de la cruz»? ¿Por qué no traen a cuento santo Tomás? Escribe del éxtasis de san Pablo que «en su piadosa locura comenzó el sermón de los tabernáculos». Por locura entiende la dicha santa y extática de Pedro; y sus palabras se cantan en las iglesias. Entonces, ¿por qué no citan una de mis propias oraciones en que yo aludía a Cristo como operador de ensalmos y encantamientos?

San Jerónimo llama a Cristo samaritano, aunque era judío. Pablo le llama también «pecado» -algo más fuerte que «pecador»- y también «maldición». Pero si se toma con el espíritu con que Pablo lo escribió, ciertamente es un piadoso tributo. De modo semejante, si alguien quisiera llamar a Cristo ladrón, adúltero, borracho o hereje, ¿no se taparían sus oídos los piadosos? Pero si lo expresa con un lenguaje adecuado, y si su razonamiento lleva, digamos, como de la mano a comprender cómo Cristo venció por la Cruz y devolvió a su Padre el cuerpo magullado por las dentelladas del infierno; cómo atrajo a sí a la sinagoga de Moisés, como la mujer de Uría, para que de ella pudiera nacer un pueblo pacífico; cómo ebrio con el mejor vino de la caridad se entrego libremente por nosotros; cómo introdujo una nueva forma de enseñanza, tan alejada al mismo tiempo de los postulados de los sabios y de los no sabios; ¿cómo -sigo preguntando- puede ofenderse alguien, especialmente cuando encontramos a menudo es las sagradas escrituras cada una de las palabras usadas en un buen sentido? Esto me recuerda que en Chiliades llamé a los apóstoles silenos. Dije, en efecto, que Cristo mismo fue una especie de sileno. Pues bien, habría sido intolerable que cualquier crítico lleno de prejuicios se hubiera despachado con una interpretación irreverente, siendo así que cualquier persona equilibrada y piadosa, si ve lo escrito por mí, advertirá inmediatamente el aspecto alegre.

Me sorprende realmente que tus amigos no hayan observado la cautela con que me expresé y el cuidado que puse para matizar mis palabras. Esto es lo que yo escribí: «Pero ya que me he vestido con la piel de león, quiero ir hasta el fin y demostraros que la felicidad que los cristianos compran a costa de tantos sacrificios, no es más que una especie de locura y de necedad; y os ruego que no veáis en mis palabras ánimo alguno de ofender, y que atendáis más bien a la idea que encierran.56» ¿Ves cómo desde el principio, cuando la Moria se dispone a hablar sobre algo tan sagrado, aligero el tono con el proverbio de «vestir una piel de león»?

Y no me refiero simplemente a la locura o necedad, sino a cierta especie de «locura y necedad» para que se entienda que quiero significar una piadosa necedad y una feliz locura, de acuerdo con la distinción que he tratado de hacer. No satisfecho con esto añado «cierta», para que quede claro que hablo figurativa, no literalmente. No satisfecho todavía, me guardo de cualquier ofensa que pueda surgir del tono mismo de las palabras, pidiendo que se preste más atención a lo que digo que a cómo lo digo. Así se hace constar expresamente en las palabras iniciales de mi razonamiento. Y luego, cuando desarrollo el tema, ¿uso palabras que no sean piadosas y comedidas y, de hecho, más reverentes de lo que conviene al personaje de la Moria? En este lugar, preferí por un momento olvidar la consistencia antes de echar por tierra la dignidad del tema. Preferí ofender a la retórica antes que herir a la piedad.

Finalmente, al acabar mi exposición -para no molestar a nadie, ya que hice hablar a un personaje cómico como la Moria sobre un tema tan sagrado -me excusé con estas palabras: «Pero ya hace tiempo que me he olvidado de que estoy traspasando los límites que me había propuesto. Si os parece que me he excedido en pedantería o charlatanería, pensad que quien a vosotros se ha dirigido es la Necedad, y por añadidura, que es mujer57».

Puedes observar que he sido siempre sumamente cauto para evitar lo que pudiera ser ofensivo. Pero las orejas de algunos sólo están abiertas a proposiciones, conclusiones y corolarios y no prestan atención a esto. ¿Qué pretendía yo con el prólogo del libro sino evitar equívocos? No dudo que satisfará saberlo a cualquier lector sin prejuicios. Pero, ¿qué hacer con esos que no quieren satisfacerse, sea por su natural obstinación, sea porque son tan romos que no entienden lo que les podía satisfacer? Simónides decía que los de Tesalia eran demasiado romos para poderlos engañar, y aquí tenemos gentes demasiado estúpidas para poderlas apaciguar. Y no ha de sorprender el que haya temas deformados si alguien se empeña en deformarlos. Si alguien lee las obras de Jerónimo con un espíritu similar, topará con cientos de lugares que se prestan a una interpretación erróneos. Y hay pasajes que pueden calificarse de heréticos entre los más cristianos de todos los sabios de la Iglesia, por no mencionar ahora a Cipriano, Lactancio, y otros.58

Finalmente, ¿cuándo se ha oído que un ensayo humorístico esté sometido al escrutinio teológico? Si tal es la práctica, ¿por qué no aplican esta regla a todos los escritos y malabarismos de los poetas modernos? En ellos encontrarán cantidad de obscenidades y mucho que huele a paganismo. Pero como quiera que no están catalogados en obras serias, ningún teólogo piensa que van con él.

No quisiera, sin embargo, parapetarme en un ejemplo como éste. No querría haber escrito nada, incluso en broma, que pudiera ofender en ningún sentido la piedad cristiana. Sólo pido que alguien quiera entender lo que he escrito, alguien honesto y abierto, que esté dispuesto a comprender sin prejuicios que le lleven a una falsa interpretación. Pero si tuviera que contar primero a los que carecen de capacidad y juicio, a los que nunca han estado en contacto con las bellas letras -infectados como están más bien de una doctrina limitada y confusa- y, finalmente, a los que son hostiles a cualquiera que sabe lo que ellos no saben, dispuestos como están a desfigurar todo lo que llega a su conocimiento, sólo entonces se podría estar seguro de escapar a la calumnia no escribiendo nada.

Hay también mucha gente que hace estas falsas acusaciones por el simple deseo de ganar reputación, pues nada es tan fatuo como la ignorancia combinada con el propio saber. Y entonces, cuando su sed de fama no puede quedar satisfecha por medios honrados, en vez de una vida oscura prefieren imitar al joven de Esopo que buscaba llamar la atención prendiendo fuego a los faros más célebres del mundo. Como no pueden publicar nada digno de leerse, se dedican a hacer agujeros en las obras de los hombres famosos.

Entre éstos no me cuento yo, claro, pues soy nada. Y mi juicio sobre la Moria es tan insignificante que nadie necesita suponer que estoy aburrido de ella. No me sorprende, pues, lo más mínimo que esa clase de personas que acabo de describir entresaque varios puntos de una extensa obra y los presente como escandalosos, irreverentes, impíos u olientes a herejía -errores, naturalmente, que introducen ellos y que no se encuentran allí-.

Sería mucho más conciliador y mucho más de acuerdo con la sinceridad cristiana apoyar y estimular la actividad de hombres eruditos. Y si se deslizan en el error, pasarlo por alto o interpretarlo con benevolencia más que adoptar una postura hostil hacia puntos criticables, considerándose como informador profesional más que como teólogo. Las cosas irían mucho mejor si pudiéramos enseñar o aprender combinando nuestras fuerzas -en frase de san Jerónimo- si pudiéramos contender en el campo de las letras sin herirnos mutuamente.

Lo que sorprende en esta clase de personas es que para ellas no hay término medio. En algunos de los autores que leen, pueden encontrar cualquier pretexto para defender incluso el más craso de los errores que llega a su conocimiento. Otros, por el contrario, tienen tantos prejuicios que no se puede decir nada con suficiente circunspección que escape a sus atronadoras acusaciones. ¡Cuánto mejor sería que en vez de rasgar las vestiduras a otros y a sí mismos, perdiendo su tiempo y haciéndolo perder a otros, aprendiesen griego y hebreo, o al menos, latín! El conocimiento de estas lenguas es tan importante para entender las sagradas escrituras que me parece un burdo descaro que alguien asuma el nombre de teólogo son conocerlas.

Por eso, mi querido Dorp, te pido -y seguiré pidiéndote como hice ya- que por tu propio interés completes tus estudios con el aprendizaje del griego. Estás dotado de raro ingenio. Tienes un estilo enérgico y vigoroso y tu palabra fluye abundante. Es indicio de un espíritu fecundo y generoso en ideas. No sólo estás en la flor de la vida, sino también en la plenitud de tus facultades y acabas de terminar tu carrera con éxito. Si a tan distinguido comienzo añadieras el colofón del griego, te aseguro que podría prometerme a mí mismo y a los demás algo que no ha alcanzado hasta ahora ningún teólogo.

Quizás pienses que todo saber humano es despreciable comparado con el amor de la piedad verdadera, y creas que puedes llegar a tal sabiduría más rápidamente por la transformación en Cristo. Quizá puedas creer también que aquello que merece la pena entender se comprende mejor a la luz de la fe que por los libros de los hombres, y yo puedo compartir tu opinión. Pero te equivocas de medio a medio si piensas que el mundo actual puede comprender mejor la teología sin el conocimiento de las lenguas, especialmente la que nos ha trasmitido la mayor parte de las Sagradas Escrituras.

Mi único propósito es convencerte de esto. ¡Tan grande es mi deseo como mi amor por ti y mi interés por tus estudios! Y tú sabes lo que te quiero, y el interés que pongo en tus estudios no tiene límites. Pero si no te convences, escucha al menos las razones de alguien lo suficientemente amigo para pedirte que hagas la prueba. Soportaré cualquier baldón con tal que admitas que mi consejo era amistoso y desinteresado. Si en algo estimas mi amor por ti, si piensas que debes algo a nuestra común patria -o a lo que no me atrevería a llamar mi saber, o por lo menos, a mi laboriosa preparación en las letras, o a mi edad, pues por los años podría ser tu padre- haz que se cumpla mi deseo y deja que mi disposición o mi buena voluntad te convenza, si es que no pueden hacerlo mis razones.

Has alabado con frecuencia mi elocuencia. Pues bien, no lo creeré si ahora no te convenzo. Si lo hicieres, seríamos ambos felices: yo por haber dado el consejo y tú por haberlo aceptado. Y si bien eres el más querido de los amigos, serás más querido todavía, porque he hecho que te aprecies más a ti mismo. Si fracaso, temo que a medida que vayas avanzando en edad y en experiencia llegues a apreciar el consejo que te di y a condenar tu actual actitud. Y por fin, como sucede generalmente, te darás cuenta de tu error cuando sea demasiado tarde. Podría darte los nombres de grandes personalidades que tuvieron que comenzar a aprender el griego como chiquillos cuando peinaban ya canas, porque a la larga se dieron cuenta de que toda erudición es manca y ciega sin él.

Me he alargado mucho sobre este tema. Volviendo a tu carta, veo que piensas que el único camino que me queda para apaciguar la hostilidad de los teólogos y recuperar su favor anterior es hacer una especie de «retractación» y encomio de la sabiduría en oposición a mi elogio de la locura. Me aconsejas y me pides que lo haga. Sabes, mi querido Dorp, que soy hombre que no desprecia a nadie más que a sí mismo y que no desea tanto como estar en paz con todo el mundo y que para ello no dudaría embarcarme en tal aventura si previera que tiene éxito. No sólo desaparecería cualquier tipo de animosidad surgida entre un puñado de personas llenas de prejuicios y sin educación, sino que creo que se fomentaría más. Es preferible dejar que duerman los perros y no remover esta Camarina. Sería más prudente -no quiero equivocarme- dejar que el tiempo acabe con este mal.

Voy ahora a la segunda parte de tu carta. Admiras sobre manera mi cuidado en la restauración del texto de Jerónimo y me instas a que lleve adelante la obra. Bien, espoleas a un caballo fogoso, pero lo que yo necesito no es tanto ánimo como ayuda, pues el trabajo resulta muy difícil.

Pero no quiero que me creas en el futuro si ahora no digo la verdad: a tus teólogos tan ofendidos por la Moria, no les gustaría la edición de Jerónimo. Y no estarán mucho mejor dispuestos hacia Basilio, Crisóstomo o Gregorio Nacianceno, que lo están hacia mí, aunque su agresividad hacia mí no tiene límites. Sin embargo, en los momentos de más desesperación no dudan en lanzar insultos incluso a estas lumbreras del saber. Les aterran las buenas letras y son temibles por su tiranía. Déjame decirte que esto no es un juicio precipitado mío.

Cuando inicié la obra y comenzaban a correr noticias de ella, ciertos individuos que pasaban por eruditos serios y se consideraban teólogos eminentes corrieron a suplicar al impresor por todo lo más sagrado que no incluyera ni una palabra griega o hebrea. Estas lenguas estaban preñadas de inmenso peligro, no ofrecían ventaja alguna y sólo servían para satisfacer la curiosidad de los hombres. Anteriormente, estando yo en Inglaterra, tuve la oportunidad de comer con un franciscano, seguidor de Scoto -primero de ese nombre- con reputación de sabio entre la gente y, a su juicio, conocedor de todo lo que hay que saber.

Cuando le dije lo que estaba haciendo con el texto de Jerónimo, su asombro de que pudiera haber algo en los libros de este autor que los teólogos no entendieran, no puede expresarse con palabras. La verdad es que su ignorancia era tal que me sorprendería el que pudiera entender tres líneas seguidas de las obras de san Jerónimo. Este amable fraile llegó a decirme que si tenía alguna dificultad en mi introducción a Jerónimo, ya la había aclarado el Bretón en su comentario.

¿Qué se puede hacer con teólogos como éste, mi querido Dorp? ¿O qué se puede esperar de ellos sino que un buen médico les cure su cerebro? Y, sin embargo, es esta clase de hombres los que más gritan en la asamblea de los teólogos y los únicos que hacen afirmaciones de cristianismo. Les horroriza lo que creen un mal y un peligro mortal, a saber: lo que san Jerónimo y Orígenes mismo en su ancianidad consiguieron con tanto trabajo para poder ser verdaderos teólogos. Y san Agustín siendo ya obispo y de edad avanzada lamenta en sus Confesiones que siendo joven no hubiera querido aprender algo tan útil para la interpretación de las Sagradas Escrituras. Si hay peligro no temor de correr ese riesgo buscado por hombres de tanta sabiduría. Si es cuestión de curiosidad no quiero ser más santo que Jerónimo. Y los que afirman que no hizo más que curiosidad que juzguen por sí mismos el servicio que le prestan.

Todavía está en vigor un antiguo decreto pontificio sobre el nombramiento de doctores para enseñar algunas lenguas en las universidades. Que yo sepa, sin embargo, no hay provisión semejante para la enseñanza de la sofística o la filosofía de Aristóteles. Aparte de las dudas que ofrecen los decretos sobre la licitud de aprenderla o no. Y son muchos y grandes los autores que desconfían de estas materias como tema de estudio. ¿Por qué, pues, despreciar la orden pontificia y entregarnos a lo que está dudosamente recomendado o positivamente desaconsejado?

A pesar de todo, Aristóteles sufre él mismo lo que las Sagradas Escrituras. Por todas partes encontramos a Némesis, dispuesta a ejercer venganza por nuestro desprecio por las lenguas. Y también aquí los teólogos se entregan a sueños y fantasías, produciendo curiosas anomalías, de modo que se pasan en unos puntos y no llegan en otros. Se debe a esos teólogos magníficos que de todos los escritores que Jerónimo cita en su Catálogo, apenas si sobrevive alguno, por la simple razón de haber escrito lo que nuestros maestros no pueden entender. A ellos debemos la condición corrupta y defectuosa en que actualmente tenemos a san Jerónimo, a fin de que otros tengan que trabajar más duramente para restaurar sus palabras, que lo hiciera él al escribirlas.

Paso ahora a la tercera parte de tu carta relativa al Nuevo Testamento. Y me pregunto qué es lo que te pasó y hacia dónde apuntaba tu ingenio, siempre tan agudo. No tienes por qué creer que yo haya hecho cambios, excepto allí donde el sentido podía ser más claro en el texto griego. Y no dejarás de admitir que hay lagunas en la versión que usamos llamada generalmente Vulgata. Crees que es sacrílego hacer enmiendas en algo que ha sido confirmado por la aprobación de tantos siglos y de tantos concilios de la iglesia. Si tú, con todo tu saber, mi querido Dorp, crees estar en lo cierto, ¿puedes explicarme por qué las citas de Jerónimo, Agustín y Ambrosio difieren a menudo del texto que usamos nosotros? ¿Por qué Jerónimo critica y corrige palabra por palabra muchos de los pasajes que todavía aparecen en nuestra versión? ¿Qué harías tú frente a tal consenso de pruebas: cuando los textos griegos que Jerónimo cita dan diferente lectura, cuando los textos latinos ofrecen la misma lectura y cuando el sentido se aplica mejor al contexto general?

Creo que no puedes ignorar esto y seguir tu propio texto, que puede estar viciado por los errores del copista. Nadie afirma que todo lo que hay en la Escritura sea mentira -esta es la conclusión que sacas- y nada de esto tiene que ver con la disputa personal entre Agustín y Jerónimo. Pero la verdad exige -y esto lo ve hasta el más ciego- que hay con frecuencia pasajes que han sido mal traducidos por inexperiencia o descuido del traductor. Y con frecuencia una lectura verdadera y fiel ha sido viciada por copistas sin preparación -algo que vemos sucede cada día- o a veces incluso alterada por escribas medio conscientes de lo que hacen.

Entonces, ¿quién está dando pie a una mentira, el hombre que corrige y restaura estos textos o el que acepta un error pudiendo corregirlo? Sobre todo tratándose de algo característico de textos adulterados en que un error engendra otro. Añádase que las enmiendas hechas por mí se refieren principalmente a matices de un pasaje más que a su significado real, aunque se dan con frecuencia pasajes en que los matices alteran casi todo el significado, con lo que a veces todo el pasaje se viene abajo. En casos como éstos, ¿qué hubiera hecho Agustín, Ambrosio, Hilario y Jerónimo sino recurrir a las fuentes griegas? Y aparte de que esta práctica ya ha sido aprobada* por decretos eclesiásticos, ¿se puede saber a qué viene ahora tu salida de tono, tratando de refutar o más bien tergiversar el argumento con sutilezas?

Dices que en su tiempo los textos griegos eran más fiables que los latinos, pero que ahora la situación ha cambiado, y que por lo mismo no deberíamos confiar en los escritos de aquellos que no están de acuerdo con la enseñanza de Roma. Me resisto a creer que ésta sea tu opinión. ¿De verdad? Entonces, ¿no debemos leer las obras de los que no tuvieron la fe cristiana? ¿Por qué, pues, se presta tanta autoridad a Aristóteles, pagano que nunca tuvo que ver con la fe? Los judíos no aceptan la enseñanza de Cristo. ¿Es que los profetas y los salmos, escritos en su lengua, no tienen sentido para nosotros?

Señálame, por favor, los puntos en que los griegos difieren de las creencias latinas ortodoxas. Nada encontrarás que tenga su origen en las palabras del Nuevo Testamento o haga referencia a ellas. La disputa entre ambos se apoya en la palabra hipóstasis, en la procesión del Espíritu Santo, en las ceremonias de la consagración, la pobreza de los sacerdotes y el poder del romano pontífice. Ninguna de ellas se apoya en textos adulterados. ¿Qué dirías al encontrar la misma interpretación en Orígenes, Crisóstomo, Basilio y Jerónimo? Sin duda que nadie ha alterado los textos griegos, incluso en su tiempo. ¿Ha encontrado alguien un solo pasaje en que los textos griegos hayan sido falsificados? ¿Por qué habrían de hacerlo cuando no los usan para defender sus creencias? Tenemos, además, el testimonio de Cicerón, no muy favorable a los griegos, pero que siempre admite que los textos griegos fueron más fiables que los que poseemos. Sus mismos caracteres, los acentos y la dificultad de escribir el griego, no permiten cometer tantas faltas, y se pueden corregir más fácilmente.

Cuando me dices que no debería apartarme de la versión vulgata que ha merecido la aprobación de tantos concilios, te portas como uno de esos teólogos populares que siempre dan autoridad eclesiástica a todo lo que ha venido a ser de uso común. ¿Puedes, sin embargo, aportar un solo concilio en que haya sido aprobada esta versión? ¿Quién la podrá aprobar cuando nadie conoce su autor? Que no fue Jerónimo, lo atestiguan sus mismos prólogos. Pero caso de que la aprobara cualquier concilio, ¿se negaría a permitir cualquier enmienda en consonancia con las fuentes griegas? ¿Significaría aprobar todos los errores que se hubieran colado de distintas maneras? ¿Acaso el decreto de los Padres fue concebido en estos términos:

«Aprobamos esta versión aunque no conocemos a su autor. No permitimos cambio alguno aun cuando los más depurados textos griegos tengan una lectura diferente o Crisóstomo, Basilio, Atanasio o Jerónimo hayan leído algo diferente que se ajuste mejor al sentido de los Evangelios, aunque en los demás aspectos tengamos en alta estima su autoridad. Ponemos además el sello de nuestra aprobación sobre cualquier error o corrupción, sobre cualquier adición u omisión, que hubiese surgido por cualquier medio: por ignorancia o presunción de cualquier copista, o por su incompetencia, embriaguez o negligencia. No concedemos a nadie permiso para cambiar el texto una vez aceptado.»

Declaración absurda, dirás. Pero debe haber algo parecido a esto si te empeñas en traer un concilio que me impida realizar la tarea que me he propuesto.

¿Qué decir, finalmente, si vemos que hay variantes, incluso en las copias de esta versión? ¿Podría una asamblea aprobar realmente estas contradicciones, previendo sin duda las alteraciones que diferentes manos habían de hacer? Ojalá, mi querido Dorp, encontraran tiempo los romanos pontífices para formular saludables declaraciones sobre estos puntos que permitieran restaurar las nobles obras de los grandes autores y preparar y editar sus ediciones expurgadas.

No quisiera, sin embargo, tener como miembros de este consejo a esos que se dicen teólogos, indignos de tal nombre y cuyo único propósito es dar un status oficial a su propio saber. ¿Pero es que hay algo en su ciencia que no sea irrelevante y confuso? De triunfar estos déspotas, todo el mundo se vería obligado a rechazar las mejores autoridades y a considerar sus estúpidas afirmaciones como de inspiración divina: éstas carecen de buena erudición hasta el punto de que yo preferiría mucho más ser un artesano incluso mediocre que el primero de su bando, si no tuviera una doctrina mejor. Son gente que no necesita cambios en un texto, por miedo a revelar su ignorancia. Son ellos los que se oponen a mí con la falsa autoridad de los concilios y exageran la seria crisis de la fe cristiana.

Difunden rumores sobre el peligro de la Iglesia -que piensan sostienen con sus espaldas, aunque harían mejor tirando de una carreta- y otras calamidades al oído del vulgo ignorante y supersticioso que les considera teólogos auténticos y está pendiente de sus labios. Temen que cuando citan mal la Escritura -y lo hacen con frecuencia-, alguien les haga frente con la autoridad de la verdad en griego o hebreo, y aparezca entonces que los llamados oráculos no son más que necios y vagos.

San Agustín, que fue un gran hombre y un gran obispo, no desdeño aprender de un niño de un año. Pero personas como éstas prefieren llevar a confusión antes que aparecer como ignorantes de cualquier detalle relativo al conocimiento absoluto, aunque no veo en esto nada que concierna a la sinceridad de la fe cristiana. Si lo hubiera, sería una razón más para mis trabajos.

Es claro que no puede haber peligro de que nadie abandone a Cristo por haber oído que algún pasaje de las Sagradas Escrituras ha sido adulterado por un copista ignorante o medio dormido o interpretado erróneamente por algún traductor. Hay otras razones para este peligro, pero me cuidaré de decir aquí nada de ellas.

Se mostraría un espíritu cristiano mucho mayor si cada hombre dejara a un lado sus razones y contribuyera sinceramente al bien común, deponiendo su orgullo para aprender lo que no sabe y cediendo en su altanería para enseñar lo que sabe. Si hay algunos sin demasiadas letras para poder enseñar o demasiado orgullosos para estar dispuestos a aprender, son pocos y pueden ser ignorados. Nuestra atención se fija más bien en aquellos que presentan buenas cualidades o, en todo caso, son prometedores. En alguna ocasión mostré mis anotaciones, sin revisar y todavía calientes de la fragua -como quien dice-, a ciertos hombres sin prejuicios, a teólogos eminentes y obispos ilustres. Todos ellos declararon que incluso estas notas elementales les fueron sumamente iluminadoras para su comprensión de las Escrituras.

Me dices a continuación que Lorenzo Valla emprendió este trabajo antes que yo. Lo sé; pero yo fui el primero en leer su Notas sobre el Nuevo Testamento. Conozco también los comentarios de Jacques Lefèvre a las cartas de san Pablo. ¡Y ojalá que sus respectivos trabajos hubieran hecho innecesarios mis propios esfuerzos! Ciertamente, Valla merece los mejores elogios, si bien se han de atribuir más a su retórica que a su teología. Sabido es que en su trabajo sobre las Sagradas Escrituras se centró en comparar los textos griegos con los latinos. Aunque también es cierto que un buen número de teólogos no han leído seguido el Nuevo Testamento. Sin embargo, no estoy de acuerdo con él en sus conclusiones en varios puntos, sobre todo aquellos que se refiere a la teología.

Jacques Lefèvre se dedicó a escribir sus comentarios, mientras yo preparaba mi trabajo, y fue una lástima que incluso en nuestras conversaciones más íntimas ninguno de los dos mencionara lo que estábamos haciendo. No supe lo que traía entre manos hasta que salió de la imprenta su obra. Admiro mucho su trabajo, aunque no estoy tampoco de acuerdo con él en varios puntos. Lo lamento, ya que quisiera identificarme con un amigo como él en todos los aspectos. Pero la verdad cuenta más que la amistad, sobre todo en lo que respecta a las Sagradas Escrituras.

Me pregunto, sin embargo, por qué quieres enfrentarme a estos dos autores. ¿Es que tratas de disuadirme de una tarea que crees ha sido ya realizada? Pero está claro que tuve buenas razones para llevar a cabo esta obra aun cuando lo hiciera después de tan grandes hombres. ¿O quieres indicar que los mismos teólogos desaprueban sus actividades? Yo personalmente no acabo de ver cómo Lorenzo pudo suscitar un resentimiento tan continuado. Y por lo que sé de Lefèvre, se le admira en todo el mundo.

¿Has pensado que yo trato de hacer algo diferente? Lorenzo se limitó a anotar ciertos pasajes -sin profundizar y como de pasada, según la expresión vulgar. Lefèvre, por su parte, sólo ha publicado comentarios a las cartas de san Pablo, que traduce a su estilo, añadiendo de paso notas, allí donde había puntos en disputa.

Mi trabajo ha sido traducir el Nuevo Testamento de los textos griegos, poniéndolos enfrente, para una fácil confrontación. He añadido notas separadas del texto en que demuestro, en parte con ejemplos y en parte con el testimonio de teólogos primitivos, que no he cambiado nada en mi versión sin el cuidado debido. Espero que mi trabajo de corrección merecerá confianza y que mis enmiendas no puedan cambiarse fácilmente. ¡Ojalá que mi esmerado trabajo logre su éxito!

Por lo que respecta a mis relaciones con la Iglesia, no dudaría dedicar mi humilde trabajo a cualquier obispo o cardenal, o incluso a cualquier romano pontífice, con tal que sea como el que tenemos ahora59. Finalmente, aunque ahora me desanimas de su publicación, estoy seguro que te felicitarás tú también cuando la obra esté en la calle, dado el gusto que has mostrado por aprender y sin el cual es imposible un verdadero juicio sobre estas cuestiones.

Mi querido Dorp, te has hecho acreedor de una doble gratitud por este último servicio -la de los teólogos de los que te has hecho portavoz, y la mía, por haberme dado prueba clara de tu afecto en el tono amistoso de tu admonición-. Tú, a tu vez, estoy seguro que echarás a buena parte mi explicación sincera. Y si eres sensato como lo eres, estarás más dispuesto a oír mi consejo, que sólo deseo tu interés, que el de otros que sólo ansían atraer hacia sí un talento nacido para cosas más altas, pero que sólo quieren fortalecer su opinión arrastrando a tan distinguido líder. Que escojan un partido mejor, si pueden; pero si no pueden, tú mismo puedes elegir el mejor. Si no puedes hacer de ellos hombres mejores, como espero lo intentas tú, al menos espero que ellos no te hagan peor. Seguro que habrás de defender mi causa ante ellos con la misma convicción con que los defendiste ante mí. Y los aplacarás, en cuanto es posible, haciéndoles ver que actúo como actúo sin ninguna intención de insultar a los que no comparten mi saber, sino con el interés del bien de la comunidad. Es algo que quedará manifiesto a cualquiera que haga uso de él, si lo desea, sin obligar a nadie a que lo acepte. Diles también que si alguien se presenta con la capacidad o el deseo de ofrecer mejor dirección que yo, seré el primero en romper y destruir mi obra y en adoptar su manera de pensar.

Mis mejores deseos para Juan Desmarais. Hazle ver esta defensa de la Moria, a propósito del comentario sobre ella que dedicó mi amigo Lijster. Recuérdame con afecto ante el doctísimo Nevio y ante mi caro amigo Nicolás de Beveren, preboste de san Pedro. Sé el afecto que te une al abad Menard, y conociéndote como te conozco, no dudo de tu sinceridad. Ello hace que yo también tenga afecto y respeto por él y no quisiera olvidar su honorable mención en mis obras en la primera oportunidad.

Un fuerte abrazo de despedida para ti, mi amigo, el más querido de los mortales.

Amberes, año de 1515.


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