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CAPITULO XLV
    
LA FELICIDAD DEPENDE DE LA OPINIÓN DE LOS HOMBRES

Algunos dirán que es una desgracia el engañarse. Y yo digo que es mayor desgracia el no engañarse nunca. Están en un error, ¿qué duda cabe?, los que suponen que la felicidad del hombre se halla en las cosas mismas, mientras lo cierto es que depende de la opinión que de ellas nos formamos. La razón está en lo siguiente: las cosas humanas son tan vacías y tan oscuras, que es imposible saber nada de una manera cierta, como dijeron muy bien mis platónicos, los menos vanidosos de todos los filósofos.

Pero aunque se llegase a saber alguna cosa, muchas veces es a costa de la alegría de la vida, pues en último resultado, el espíritu humano está hecho de tal manera, que le es más accesible la ficción que la verdad. Si alguien desea una prueba palpable y evidente de esto, no tiene más que entrar en una iglesia cuando haya sermón, y allí verá que si se habla de algo serio, la gente bosteza, se aburre y acaba por dormirse; pero si el voceador (me he equivocado, quise decir el orador) comienza, como es frecuente, a contar algún cuento de viejas, todos despiertan, atienden y abren un palmo de boca. Del mismo modo, si se celebra la fiesta de un santo fabuloso o poético, como, por ejemplo, San Jorge, San Cristóbal y Santa Bárbara, observaréis que se los venera con mucha mayor devoción que a San Pedro, San Pablo y que al mismo Jesucristo.

Mas dejemos estas cosas, que no son de este lugar. Y ahora digamos: ¡cuán poco cuesta llegar a la posesión de aquella felicidad de que hablamos! Mientras el conocimiento de las cosas se adquiere frecuentemente a fuerza de muchos trabajos, y aun el de las más insignificantes, como la Gramática, es más fácil limitarnos a nuestras opiniones personales, que, con tanta o más holgura que aquél, conducen a la felicidad. Y si no, decidme: si alguno comiera un pescado tan podrido que ni el olor pudiera aguantar otra persona, y a él, sin embargo, le supiese a gloria, ¿qué le importaba para considerarse feliz?

Por el contrario, si a uno le diese náuseas el esturión, ¿de qué le servirá este bocado para su felicidad? Si alguien tuviera una mujer muy fea y se hallase, no obstante, persuadido de que podría parangonarse con la misma Venus, ¿no será lo mismo para el caso que si la tal fuera realmente hermosa? Si un hombre poseyera un mal cuadro, embadurnado de rojo y amarillo, y lo admirase convencido de que era debido al pincel de Apeles o al de Zeuxis, ¿no sería más dichoso que el que por elevado precio comprase un cuadro de un reputado pintor y que acaso lo contempla con menos delectación?

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Yo conozco a cierto sujeto de mi mismo nombre23 que de recién casado regaló a su esposa unas joyas falsas, y como era amigo de bromas, le hizo creer, no sólo que eran buenas y naturales, sino también rarísimas y de un valor inestimable. Y yo os pregunto: ¿Qué le importaba a la joven el engaño, si aquellos pedacitos de vidrio encantaban sus ojos y su espíritu, y ella los guardaba cuidadosamente como un riquísimo tesoro? En tanto, el marido habíase ahorrado el gasto y se divertía con el error de su esposa, que no se le mostraba menos agradecida que si le hubiese hecho el más rico regalo.

¿Acaso encontráis alguna diferencia entre los que en la caverna de Platón se dejaban fascinar por las sombras e imágenes de las cosas, sin desear nada y sin estar satisfechos de sí mismos, y aquel sabio, que habiendo salido de la cueva ve las cosas en su verdadera realidad? Si el Micilo de que habla Luciano hubiera podido soñar eternamente que era rico, no habría tenido que envidiar ninguna otra fortuna.

Por consiguiente, no hay diferencia entre necios y sabios, o, si la hay, es a favor de aquéllos: en primer lugar, porque son felices con nada, esto es, persuadiéndose de lo que son y, además, porque comparten esta dicha con la mayoría de sus semejantes.


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