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CAPITULO LXIII
    
TESTIMONIOS DE LA SAGRADA ESCRITURA EN APOYO DE LA NECEDAD

Como quizá los textos que acabo de citar tengan poca autoridad para los cristianos, voy también, si no os parece mal, a apoyar o -como dicen los sabios- a fundamentar mis alabanzas con testimonios sacados de las Sagradas Escrituras.

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En primer lugar, cuento con la venia de los teólogos, para que no lo vean con malos ojos; después, como emprendo una ardua tarea, y como acaso fuese excesivo volver a evocar a las musas desde el Helicón, obligándolas a andar un camino tan largo, sobre todo para un asunto que les es completamente extraño, pienso que es mejor, mientras voy a dármelas de teóloga y a meterme en semejante berenjenal, desear que el alma de Escoto -más espinosa que un puerco espín y que un erizo- se traslade por un momento desde su Sorbona a mi espíritu, aunque en seguida se marche adondequiera, incluso a los mismísimos infiernos. ¡Ojalá yo pudiera cambiar de rostro y revestirme de las insignias teológicas! Porque estoy temiendo que al verme entregada a tan profundas teologías, alguien me acuse de plagio y sospeche que, a la chita callando, he saqueado los manuscritos de nuestros maestros. No obstante, no debe parecer asombroso que habiendo vivido por tanto tiempo en la intimidad de los teólogos, se me haya pegado algo de su ciencia. Recuérdese que Príapo, aquel dios de madera de higuera, llegó a retener algunas palabras griegas que escuchaba a su dueño mientras leía, y que el gallo de Luciano, a fuerza de frecuentar el trato de los hombres, acabó por hablar tan bien como ellos. Entremos, pues, en materia, y que los dioses me sean propicios.

Escríbese en el Eclesiastés, capítulo I: ``Infinito es el número de los necios.'' Al decir que es infinito, ¿no se indica a todos los mortales, a excepción de algunos pocos, entre los cuales tampoco me atrevería a señalar a ninguno? Pero Jeremías confirma lo mismo con más sinceridad cuando dice, en el capítulo X: ``Todo hombre se ha vuelto necio por su propia sabiduría.'' Solamente a Dios atribuye la sabiduría y deja la necedad a todos los hombres. Un poco antes había dicho que no debe gloriarse el hombre de su sabiduría. ¿Por qué, incomparable Jeremías, no quieres que el hombre se glorifique de su sabiduría? Sin duda, habrías de contestarme que es por la sencilla razón de que no hay tal sabiduría.

Pero vuelto al Eclesiastés, en el cual, cuando se exclama: ``Vanidad de vanidades y todo vanidad'', ¿qué otra cosa creéis que entiende, sino que, como dije antes, la vida humana no es más que un juego de la necedad, lo cual plenamente justifica el elogio de Cicerón, de quien es la frase nunca bastante ponderada que hace poco mencionamos: ``El mundo está lleno de necios''? Asimismo, aquel sabio del Eclesiástico, al decir que ``el necio es variable como la luna, y el sabio es estable como el sol'', ¿qué insinúa sino que todo el género humano es necio, y que sólo a Dios corresponde el nombre de sabio? Pues, en efecto, por la luna entienden los intérpretes la naturaleza humana, y por el sol la fuente de toda luz, Dios.

A todo esto hay que añadir que el mismo Cristo dice en el Evangelio que no se conceda el título de bueno más que a Dios. Ahora bien: si, según la opinión de los estoicos, todo el que no es sabio es necio y todo el que es bueno es también sabio, se sigue necesariamente que la necedad comprende a todos los mortales.

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Salomón, en el capítulo XV, afirma que ``la necedad es la alegría del necio'', lo cual equivale a confesar claramente que sin la necedad no hay nada agradable en la vida. Del mismo Salomón son también las palabras siguientes: ``Quien añade ciencia, añade dolor, y en una gran inteligencia siempre hay grandes sufrimientos.'' ¿Acaso no declara abiertamente lo mismo dicho regio predicador en el capítulo VII, al decir que ``la tristeza reside en el corazón de los sabios y la alegría en el de los necios''? Y por esta razón no se contentó Salomón con aprender la sabiduría, sino que quiso también cultivar mi trato, y si no me creéis, escuchad sus propias palabras en el capítulo I: ``Y me apliqué a conocer la ciencia y la doctrina, los errores y la necedad.'' Notad bien que es una alabanza para a locura el que se la coloque en último lugar, pues bien sabéis que, según el Eclesiastés, y conforme al ritual de la Iglesia, el que es primero en dignidad debe ocupar el último sitio, si se acuerda y quiere observar el precepto evangélico.

Respecto a la superioridad de la necedad sobre la sabiduría, el autor del Eclesiástico, sea quien fuere, lo atestigua de un modo inconcuso en el capítulo XLIV. Mas, ¡por Hércules!, que no he de citar sus palabras sin que antes vosotros mismos, ayudándome en esta inducción, me respondáis claramente a una pregunta, de la misma manera que hacían en los diálogos de Platón los que discutían con Sócrates. Decidme, pues: ¿qué es lo que más importa guardar, un objeto raro y precioso o un objeto vulgar y de poco valor? Mas ¿por qué calláis?

Pues aunque no queráis responder, contesta por vosotros el proverbio griego que dice: ``El cántaro a la puerta.'' Y para que nadie cometa la irreverencia de rechazarlo, sépase que quien lo dijo fué Aristóteles, el dios de nuestros maestros.

En efecto, ¿acaso hay entre vosotros alguno tan necio que deje en la calle las joyas y el oro? Me figuro que no, ¡por Hércules!; por el contrario, los encerráis en el rincón más oculto de vuestro cofre y en el lugar más secreto de vuestra casa, y dejáis la basura en la calle. Luego si lo que vale mucho se esconde y lo que vale poco se expone a todas las miradas, ¿no es evidente que nuestro autor pone la sabiduría, que él prohibe ocultar, por debajo de la necedad, que él recomienda que se oculte? Pues he aquí los propios términos del testimonio que invoco: ``Vale más el hombre que esconde su necedad que el que esconde su sabiduría.''

Es más: las Sagradas Escrituras atribuyen al necio la pureza del alma, y no al sabio, que a nadie consiente le iguale. En verdad, así explico este pasaje del capítulo X del Eclesiastés. ``El necio, como es ignorante, a todos los que encuentra en su camino los cree también necios.'' ¿Por ventura, puede darse mayor sencillez que la de igualar a todos los hombres consigo mismo y la de reconocer en ellos, a pesar del amor propio natural a cada individuo, el mismo mérito que uno tiene? Por esta razón no se avergonzaba un tan gran rey como Salomón de semejante sobrenombre al llamarse a sí mismo, en el capítulo XXX de los Proverbios, ``el más necio de los hombres'', y por la misma causa, San Pablo, el doctor de los gentiles, escribiendo a los Corintios, acepta con gusto el título de necio al decir ``que hablaba como el mayor de los necios'', como si estimase punto menos que deshonroso que alguien le ganara en necedad.

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Pero he aquí que me salen al paso algunos helenistillas, de esos que andan siempre con cien ojos a caza de gazapos, y emplean todo el tiempo en poner reparos a los teólogos y en desorientar a los demás en sus comentarios, que son como un velo que ofusca la vista, y de cuya grey mi querido Erasmo, a quien tantas veces menciono con respeto, es, ya que no el alfa, por lo menos la beta. ``¡Oh -exclaman ellos-, qué cita más necia y verdaderamente digna de la Necedad!''

Nada estaba más lejos de la mente del apóstol que lo que tú imaginas, ni tampoco quiso dar a entender con esa frase que se tenía por más necio que los demás, porque después de haber dicho que los apóstoles eran ministros de Cristo y que él también lo era, no contento con manifestar que tenía a honra el haberse igualado a los demás, aún añadió a guisa de corrección : ``Y lo soy más que nadie'', estimándose, no solamente igual a los otros apóstoles en el celo del ministerio evangélico, sino un poco superior. Ahora bien: como él lo sentía así, y deseando, no obstante, que esta verdad no ofendiese a nadie por demasiado atrevida, se cubre con el manto de la necedad. ``Hablo como poco entendido'', agrega, sabiendo muy bien que sólo los necios gozan del privilegio de decir la verdad sin ofender a nadie.

Yo les dejo que disputen sobre lo que San Pablo pensase al escribir tales palabras. Por lo que a mí toca, opto por seguir a los magnos, orondos, mantecosos y popularísimos teólogos, con los cuales prefieren errar, ¡vive Jove!, la mayoría de los doctores, a acertar con esos sabios trilingües, pues ninguno de estos helenizantes hace más de lo que puedan hacer las cotorras y, singularmente, cierto glorioso teólogo, cuyo nombre creo prudente callar por temor a que mis loros le lancen en seguida el epigrama griego que habla de ``El asno de la lira'' 39. Este sabio, digo, explicó el pasaje en cuestión magistral y teológicamente, y al llegar a esta frase: ``Hablo a lo necio porque lo soy más que nadie'', hace capítulo aparte, y añade una nueva sección (lo cual supone una profunda dialéctica) para interpretar el texto de este modo, y copio sus propias palabras, no sólo en el fondo, sino en la forma: ``¡Hablo a lo necio; es decir, si os parezco necio porque me comparo a los falsos apóstoles, más os lo pareceré todavía al preferirme a ellos.'' Tras de lo cual, sin cuidarse más de su explicación, escúrrese bonitamente a hablar de otra materia.


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